Bogotá, domingo 10:00 a.m.

Has puesto una varita de incienso sobre la tabla de madera que compraste en el mercado de las pulgas en Usaquén. Huele a canela, dejarás que se consuma la mitad en la canoa de los libros, es como llamas al espacio físico entre las cuatro paredes en donde ubicas tus libros. El resto se apagará en la mesita de centro de la sala. Son las diez de la mañana. Hace frío, suave, apenas el necesario para estar abrigada. En la secuencia de los días hoy es el de descanso, te gusta este día, es el único en que agradeces el frío de la sabana bogotana porque te puedes meter en la cama sin sentirte atosigada por el calor ni convertida en víctima del frío. A las once de la mañana el incienso habrá esparcido su aroma por los lugares, y tú sentirás ese aroma como una promesa a partir de la cual los olores en el apartamento serán otros.
Al ir a la canoa extraes uno de los libros ordenados verticalmente dentro del mueble, lo llevas hasta la cama y lo dejas junto a la almohada, te metes allí con la promesa de no dormirte, debes ir en quince minutos a cambiar de lugar el incienso, te metes dentro de las cobijas, acomodas tu cuerpo doblando las rodillas, extendiendo la punta de los pies, ajustando la espalda al espacio ofrecido por las dos almohadas sobre las que te recuesta. Empiezas la lectura, es un libro de poemas de una mujer mexicana, lees el primero y no entiendes, lees el segundo y tampoco, haces lo mismo hasta el quinto. Cuando haces eso te gusta pensar en que los poemas son como los hombres, algunos se les reconoce y entiende a primera vista, a otros hay que esperarlos, dejarlos hablar, velos moverse, esperar a que se deshagan de las formas, eso piensas también ahora, estos cinco poemas son hombres, los leíste demasiado cerca, la distancia no permitió aproximación alguna a su esencia. Vuelves al primer poema. Despacio lames la tinta de cada palabra, sientes el cauce por el cual se adentran sus voces. Te gusta. Es el momento de cambiar el lugar del aroma.
En la mesita de centro en la sala dejas la varita de incienso, cruzas rápido el espacio de vuelta a la cama, sientes la piel demasiado tibia para exponerla al frío bogotano.
El pantalón de la pijama parece un objeto innecesario, haces como muchas veces después de estar abrigada en la cama, te lo quitas debajo de la cobija y lo dejas junto a los pies, en uno de ellos queda enrollado, el otro lo pones sobre la tela. Continúas con el siguiente poema, lees en voz alta, te devuelves a un verso, lo repites, sientes que de ser un hombre a este lo hubieras lanzado hacia los aires con una cometa para verlo distante siendo parte de la cola que acompaña al viajero que en agosto suele encender de colores el azul del cielo.

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