Cita con fantasmas

El bar de la esquina está abierto, las restricciones son pocas y, quizá, la que más incomoda es el número de personas por mesa. Dos es el número máximo permitido. He venido solo, en la mesa han puesto las empanadas pequeñas con la cerveza que he pedido. La música está noche es rock suave, aunque no creo exista una definición como suave o fuerte para el rock. Quizá me refiero más al volumen que han puesto, no tapa las conversaciones de las mesas vecinas, puedo escuchar a la pareja de casados que habla de un viaje a la isla. En la otra mesa el joven reclama porque su compañera desaparece hasta dos días sin contestar el teléfono, y ella le contesta que no son pareja, solo amigos. El muchacho hace un movimiento como para pedir la cuenta, pero se contiene. Yo quería decirle que cambiara de mesa, en la mía podría hablar de despecho, en la que él estaba solo seguiría ofreciendo la herida abierta.

Interrumpe un grupo de tres muchachas, en la entrada les dicen que la regla es dos por mesa, ella suman y restan, piden dos mesas cercanas. Junto a la mía, digamos a unos dos metros de distancia hay una desocupada, el hombre que las atiende me mira, hace cara de, es un buen cliente, no le voy a pedir que se cambie. La más alta de las mujeres indica hacia la mesa desocupada, y pide permiso para entrar a hablar conmigo. En los restaurantes del centro de Bogotá, y también de otras zonas populares es habitual que las personas, cuando todo está lleno, se acerquen y pregunten, ¿Podemos compartir? No suele ser una pregunta, es más la notificación de que un instante después estará sentado en la mesa.

La mujer, con el hombre del servicio, me piden facilitar la reunión de las muchachas. Una de ellas estaría en mi mesa y conversaría, «de lejos», con ellas, claro está, si yo estuviese de acuerdo. Y estuve de acuerdo si por turnos de diez minutos ellas cambiaran de lugar.

Una noche en la que tuve tres citas. El propósito de hacerse en mi mesa era hablar de lejos con las amigas, sin embargo, yo me encargué de conversar con cada una de ellas sin darles tiempo de aproximar sus oídos y boca a la charla de las dos amigas en la otra mesa. Cada una estuvo dos veces en la charla conmigo, y con cada una de ellas me tomé una cerveza. Ellas, tomaron cocteles, creo que basados en tequila y ginebra.

De las tres supe que tienen pareja, una vive con él, otra comparte solo los fines de semana, y la tercera se reúne con él de manera esporádica en un motel porque todavía, cada uno, vive en casa de sus padres. La más baja es la más atractiva, suponiendo que la atracción sea sólo física, la más alta es la más conversadora e inteligente de las tres, y también acá está en juego mi visión subjetiva de la inteligencia, la otra me pareció en la primera ocasión muy tímida, en la segunda, supongo como consecuencia de las bebidas, de una verbalidad asombrosa. A mí me gustó esta última, su manera de convertir el mundo en palabras me llevó por sus lugares de viaje pasando de la fascinación por los lugares turísticos hasta la abstracción del conocimiento de la cultura y la historia de esas ciudades. Diferenciaba las dos cosas, las ciudades como objeto de turismo, y las ciudades como exposición de la historia de las personas que la habitaron y habitan.

Yo que he usado mis tres pasiones para defenderme cuando no sé qué decir de mí mismo, con cada una de ellas, de manera exclusiva, hablé con la primera de tecnología, de la instrumentalización del conocimiento por medio de la técnica, y del curso de la historia desde y hacia el mismo abismo con cada descubrimiento tecnológico. Con la segunda toda mi conversación fue sobre el ser y el hacer, sobre la sofisticación de la filosofía buscando la sabiduría en las dudas del hombre sobre su propia existencia, deslumbrándose por cada certeza aceptada por dos o más personas al mismo tiempo. A la tercera le hablé de la escritura, del cómo la literatura estaba hambrienta de las emociones para rodearlas con un enjambre de palabras, de la impertinencia de las palabras al atreverse a romper el silencio que se debe ante las emociones de los otros.

En la otra mesa, el muchacho continuaba sin comodidad alguna en la charla. Yo estaba de su lado, quería decirle que ya no era momento de ofrecerse, de estar ahí como si su tiempo fuese una súplica para pedir la aparición del amor. Seguía él escuchando a la mujer, muchas de las veces vi en el movimiento de sus manos el crimen que se forja en la memoria, matar los recuerdos llevándolos al olvido, no la muerte física, esta más profunda y dolorosa, que es romper el deseo para enterrar el gusto por alguien que nos atrae. “Toda mi solidaridad contigo”, eso quería decirle en cada ocasión que lo vi dolorido escuchando a la mujer con quien hablaba.

El hombre del servicio al público aceptó tras una nueva súplica que podrían estar en la misma mesa, cuando esto ocurrió me quedé jugando con tres hojas del papel que llevo en el morral, para cualquiera de estas dos cosas, escribir algún texto o hacer una figura de origami. Fue lo último, hice un dragón, un tiranosaurio rex y una avestruz. Los dejé junto al vaso vacío.

No teníamos nombres ni teléfonos de contacto, solo lo que nos habíamos dicho en la conversación nocturna. Levanté la mano en signo de despedida y salí a caminar sobre mi nombre en las calles vestidas con ropa nocturna.

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