Edades fragmentadas

Cuando tuve veinte años soñé con una mujer perfecta, a los veintiuno me convencí de que la perfección no existe, dos años después supe que me gustan las mujeres inacabadas, con tendencia al descontento más que a la conformidad con las formas impuestas. Conocí a una mujer, no me dijo su nombre, desde el comienzo me pidió llamarla arena, unas veces el adjetivo era movediza, otras marítima o desértica. Salíamos a caminar desde la esquina de su casa hasta un parque a unas calles, yo transitaba con mi vida a su lado, ponía enteros mis días en los ojos para observarla, y sin entrar al parque, medíamos lo ancho y lo largo antes de volver a quedarme hablando con ella en la puerta de su casa. He vuelto a tener esa edad, la de observar los ojos de quien me gusta, la de ir tras sus pasos y escucharla ansioso de seguir, seguro de que el tiempo es suficiente para que en él quepamos juntos. Ahora con el doble de veintiuno y unos años más en la cuenta, convido a mi edad antigua para sostener como en ese entonces, me gusta, inacabada, descompuesta, averiada y con grietas

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