La mujer que atiende la caja en el supermercado a la vuelta de la esquina registra uno tras otro los productos y suma rostros en su memoria.
Varios días antes guardó el de una mujer de quien le pareció contenía en sus ojos una válvula de escape, por allí salían sin alas la tristeza propia de madrugadas obligadas.
El domingo cuando algunas personas se atreven a salir en pijama a comprar lo que falta para el desayuno o el almuerzo vio a un hombre dispuesto a cualquier sonrisa para ofrecer su melancolía.
Ahora, quien está dos lugares adelante del mío, es una mujer con la sonrisa distraída, la pone en el lugar de la memoria en donde están las cosas perdidas.
Piensa que esa sonrisa es la consecuencia de una emoción incompleta, de un deseo que solo alcanzó hasta el medio camino que llevaría al compromiso.
La mujer que atiende la caja en el supermercado a la vuelta de la esquina registra con su mirada mi presencia, hace un gesto con el cual responde a rostros conocidos.
Yoy voy con frecuencia a comprar la leche y el café, el cereal y el yogur, la cerveza y el vino. A veces encuentra en mis ojos una sopa de lagunas separadas por bosques.
En ocasiones, de entre los árboles del bosque ve salir un ave que en su extremidad derecha lleva un verso para una mujer de quien habla el color de mi camisa. Supo de eso porque una tarde le conté que había sido el regalo de una amante.
Cuando es mi turno, hace lentamente la cuenta, pasa los productos sin prisa ante el aparato que los registra, y entre uno y otro me habla de su vida, y pregunta por la mía.
La mía, mi vida, la conoce por los productos que compro y el rostro que uso cuando pago por ellos, sabe del peso que muevo al enlazar un paso con otro.
La mujer que atiende la caja en el supermercado a la vuelta de la esquina pone en mis ojos el cansancio de un día que lleva diez horas para ella, junto a la caja de leche incluye el frío que entra por la puerta abierta a los clientes.
Con su sonrisa ofrecida con un toque distinto al acostumbrado para los otros clientes me hace saber que el mundo está afuera y no en ese lugar en donde ella repite cifras y suma pesos.
Hay una cicatriz en el índice de su mano izquierda, esa imagen me la entrega sin tener que juntar a ella otra cosa, es el recuerdo de la caja cerrada atrapando a su dedo.
Me despide levantando las cejas y apagando la sonrisa, un poco, y quizá no tanto, diciéndome, me quedo acá en la oscuridad, y tú te vas a la tuya.