El portero del edificio le ha dicho a la mujer del 703, «señorita, la soledad le siente bien», ella sonríe y sigue como quien no pone atención a lo que escucha. Yo voy tras ella, miro sus piernas desnudas descubriéndose hasta llegar al borde de su falda azul, luego alcanzo una perspectiva de su cuerpo hasta llegar a un adorno con el que alguna parte de su cabello se recogía. En el ascensor pregunto por el piso al que va, presiono el séptimo para ella y para mí el octavo.
Pienso que debería haber un botón secreto en los ascensores para que quienes esperamos un tiempo adicional podamos usarlo para conversar con alguien que nos interesa. En este edificio se llaman niños, están en el tercer piso. Son hijos de una señora que trabajo por lo menos dieciseis horas cada día, y ellos deben resolver su tiempo libre jugando en lo que les parece entretenido.
No lo llaman «tin tin, corre corre» como se usa para pasar de casa en casa tocando el timbre. En el edificio piden el ascensor, no se suben, y cuando la puerta está a punto de cerrarse vuelven a tocar el botón para que la puerta vuelva a abrirse. En la primera oportunidad ni siquiera nos miramos, cada uno sigue silencioso viendo hacia la puerta para esperar a que una persona ingrese, no ocurre, no asomamos para ver que ocurre.
En el segundo intento de que la puerta se cierre yo miro hacia el pasillo, no hay nadie. Ella dice algo sobre los fantasmas infantiles. Sonríe y me explica. Los conoce porque le ha ocurrido en otras ocasiones, ya los ha regañado, y también ha sonreído con ellos por la travesura. Le digo que generalmente subo por las escaleras para hacer un poco de ejercicio, solo que esta noche estoy cansado y la noche misma me pesa tanto que la espalda se dobla de sostenerse y las piernas no responden a mis demandas para subir los escalones.
Sonríe y me mira con la cara extasiada de risa, dice, estás haciendo como los niños, me dices algo para que yo me detenga a ponerte atención. Pongo la mejor de mis caras de melancolía, respondo, disculpa, solo quería decir que estoy cansado y, hago una pausa, nada más. Escuchamos los pasos de los niños, cuando están cerca ella salta afuera del ascensor y deja que un grito de guerra surja de su boca. Los niños ríen, yo me fijo en que la tela de su falda se levanta y deja ver unos interiores blancos con barquitos rosados pintados.
Sonrío de un modo inexpresable en palabras. Ella gira y ve mi sonrisa. Está riendo. Cree que comparto su alegría por haber jugado un instante con los niños. Quiero decirle que me ofrezco para navegar con esas naves o darles un mar por donde se conduzcan, sigo callado y sonriente. El ascensor se cierra, empieza la ruta vertical hacia los pisos superiores. En el séptimo piso, cuando ella está bajando le pregunto, ¿crees que alguien juegue en este piso a cerrar la puerta para que una nueva reina apoye a que un capitán de barco pueda descubrir nuevos continentes?
Me mira del modo en que las bacteriólogas observan a sus objetos de estudio. Yo recuesto mi espalda contra el ascensor, con eso quiero dar a entender que no comprendo su rostro de furia. Ella no se da cuenta que el ascensor apuesta por mí y cierra la puerta. Yo continúo con mi rostro de inocencia, ella quiere indagar en mi cara para entender de qué le estaba hablando.
En el piso de mi apartamento se abre la puerta. Le digo que me refería a que los niños juegan a ser piratas que bloquean las rutas del ascensor, y que cuando ella se asomó para asustarlos se comportó como la reina Isabel que apoyó a Colón para seguir con la navegación como si fuera un juego. Me quedo en silencio, ni siquiera entiendo lo que dije. Ella sonríe.
– Yo vivo en el apartamento a dos puertas
– Yo en el piso inferior
– Puedo invitarte un café
– No tomo café
– Tengo té
– Tampoco
– Vale, invitarte agua sería muy poco amable
Ella destapa una sonrisa que nunca imaginé posible en rostro alguno.
– Tomaré la invitación, te acompaño a tomar café.
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