Vengo aquí cada mañana a admirar a la mujer que está sentada en una de las mesas del café. Ella llega unos diez minutos después, ya estoy tomando café cuando ella entra con su perra, un animal de color negro al que le pone invariablemente una camisa verde los días pares y naranja los impares. La perrita se sienta debajo de la silla aun estando liberada de la correa. La mujer, hoy, usa unos tenis de color gris, los jeans azul claro, una chaqueta en tinta negra, el cabello rubio y una blusa blanca con círculos negros.
Los labios solo los abre para dejar escapar el humo del cigarrillo o para poner el cigarrillo en su boca. No es de hablar sola, he visto a muchas personas poner en movimiento sus labios mientras piensan, se les escapa, a mí mismo también, muchas veces me descubro diciendo lo que pienso en modo silencioso.
Esta semana ha pintado las uñas de rojo claro, con ellas se aproxima a la taza de porcelana en la que le traen el café cada mañana. Ahora mismo con sus dedos largos está elevando la taza, la lleva a la boca, su mano derecha sostiene la taza mientras el líquido inicia el recorrido desde su boca hasta el universo interno de sus sistema digestivo. En la mano izquierda el cigarrillo rueda entre los dedos al ritmo con el cual lo mueve el dedo pulgar. No deja mancha en la superficie de la taza, hoy no trae labial en la boca, quizá los hay que no dejan mancha, pero esta vez no habrá evidencia de que fue ella quien manchó con un color distinto al blanco la porcelana.
Son treinta minutos los que comparte el espacio conmigo, me ignora, y yo evitó ser descubierto mientras la observo. Mantiene una diplomacia con el aire, se mueve lentamente para no distraerlo con su cuerpo. Suelo pensar que es la última mujer de la historia universal con los senos grandes. Creo que las nuevas generaciones no tendrán esa talla, ni en el redondez ni en la copa. A veces viene con un escote por el cual indiscreto miró hacia el color de su sostén, hoy no, esa blusa blanca apenas sugiere las formas en su pecho.