Todos quieren más, así empezó la conversación, no hay un límite para el deseo, así tampoco lo hay en el trabajo. Cuando te dicen, debes darlo todo, están comprometiendo tu propia medida, y sí eres de los inseguros que necesitan de la aceptación de los otros, vas por ahí con tu vacío abriéndose, con un tamaño similar a lo que haces. La mujer toma café, siente que está hablando conmigo, aunque parece hacerlo sola. Hago gestos de aprobación, unas veces moviendo de izquierda a derecha la cabeza, y otras con el movimiento vertical que todos transformamos en sí, estoy de acuerdo.
Sigue, Haces algo bien, es lo esperado, se te olvida algo, lo dejas pasar, y es el acabose, cuestionas tu capacidad, sientes temor incluso de ser juzgado por los moralistas, y claro, crees que tu mundo se derrumbará para siempre, están tus hijos o tus padres, si los tienes, tus amigos que te advertirán por no haberlo hecho bien.
Pido un café para mí, le ofrezco, acepta, ahora se traga el llanto.
Antes, ahora no tanto, cuando me sentía insegura en el trabajo buscaba a alguien con quien juntarme y en el furor de los cuerpos iba soltando la tensión, no la autoestima, por lo menos liberado el cuerpo me relajaba un poco. Luego, la culpa del sexo repentino cubría la culpa en el trabajo por unos días. Ya sabe usted, uno es apenas unas costumbres aprendidas, y también la lucha diaria por deshacerse de ellas. Entonces, te decía, pronuncia ella tras un sollozo, uno se despierta y todos los pendientes, las cosas no alcanzadas, la impuntualidad en los compromisos, se cuelgan de la espalda y la columna siente el peso, es un poco como cargar un río de lava.
El café llega, cada uno da los sorbos necesarios para probar el sabor amargo de la bebida, y saber que la temperatura es soportada por los labios. Pienso en que es muy temprano para pedir un trago, le vendría bien un trago a ella para desafiar a los problemas con la liviandad que trae el licor en el cuerpo. A mí me haría bien para dejar la timidez y soltarle algunas palabras de consuelo.
Le decía que parece uno midiéndose con un metro cada vez más largo, sigue ella conversando, los cien centímetros del día anterior no son los mismos en el siguiente día, y lo que uno hizo se vuelve inocuo ante las cosas nuevas, ya no debe medir 100, ahora son 150 los centímetros que trae el metro. Así me siento, y ya sabe, todo se vuelve contra mí porque yo quiero reventar esta sensación con la euforia momentánea del sexo, quizá después salga más herida de las sábanas, pero habré hecho algo, sentiré que pude combatir este parásito producido por el oficio diario en el trabajo.
Ahora voy entendiendo otras cosas, tras el brillo de una lágrima entiendo que debo decir dos o tres cosas, como que podríamos caminar un poco hasta la casa, hasta la mía, y bueno, eso ayudará un poco, y si no pues, ya está que estamos convencidos de la euforia momentánea de los cuerpos sudorosos, así esto no nos quita la pesadez que produce ser uno mismo su propio juez, su propio dueño oprobioso.