He cumplido alguna edad de la que no tendré memoria, la memoria es apenas un filtro por el cual pasan ciertas cosas con las que pretendo cobijarme en la edad adulta. Estoy sentado en el borde de la ventana que da a la calle, espero que mis pasos aparezcan marcados para entender de dónde a dónde he ido, para recuperar las razones por las cuales di vuelta a la derecha en la esquina y no seguí hacia adelante en sentido recto, para ver la profundidad de la huella impresa y suponer que una fuerza superior las dirigía.
Tuve un reloj, también una manilla, en la muñeca de los brazos, izquierdo y derecho, la usé. Un reloj que midió las horas, una manilla que fue un amuleto. El tiempo no existe dice mi libro de la sabiduría, y yo estoy aquí viendo cómo ese tiempo inexistente consume cada instante. La manilla, por hablar de una solamente, me la regaló una mujer de besos largos y espesos, le gustaba salivar mi boca con su lengua. El tiempo con ella fue como el de estas horas en que sentado en el borde de la ventana que da a la calle sé que nada permanece, que solo existe este instante, como ella, solo existió un instante que ya no está.
