Hay una corriente de aire frío que no está en las estadísticas de los meteorólogos, cruza ahora desde la esquina de la calle que viene de la avenida, atraviesa dos árboles nativos y pone todo su frío afilado para rasgar con hielo el rostro. En la cancha un grupo de niños juegan un partido de fútbol, el que ha hecho el último gol grita con euforia y corre a celebrar con el mejor de sus amigos que en esta ocasión hace las veces de arquero. Yo soy el del rostro asaltado por la corriente helada, en la mirada de mis ojos caben tranquilamente las dos parejas, una que se besa delicadamente como si al tocarse pudieran quebrárseles los labios, y la otra que se ocupa en empujarse para sacarse de una línea imaginaria trazada por un juego del que ellos solo tienen conocimiento.

Una mujer lee un libro, está sentada en una banca a unos treinta metros de donde se encuentra la mía, no sé del título del libro, y la envidio, esta envidia de la que somos capaces quienes amamos la lectura, suponer que otro lee algo de lo que nosotros no tenemos conocimiento, suponer que el otro disfruta de algo que nosotros no pudimos, suponer que el otro está unas páginas adelantadas a una historia que uno apenas está empezando. La mujer parece entrenada para ignorar las miradas, yo me la he quedado mirando fijamente varios minutos, así también lo ha hecho un hombre que hace saltar un balón sobre el asfalto, la mira sin poder soltar la luz que le atraviesa el escote, la mira con el deseo infantil de un niño que espera alimentarse de la teta.

Pronto serán las cinco de la tarde, sigue haciendo frío, la tarde quema sus últimas horas antes de ser noche.