Fue extraño compartir la mesa contigo, un lugar esquivo, olvidado, sin conjunción previsible entre nosotros, tú ibas, yo igual, y nos encontramos sin posibilidad de negarnos, de huir para no compartir lugar en el restaurante. El ofrecimiento, la silla, la carta, tú escoges, yo escojo, toman el pedido, algunas palabras se atreven a una conversación arañada de la boca con bisturí quirúrgico. Los platos llegan, «provecho», «buen apetito».
Sin advertencia oportuna, de un frasco de vidrio tomaste cuatro gotas, una cayó sobre la crema de verduras, otra se derritió sobre el vaso de jugo, la tercera la pusiste en la cuchara antes de introducirla en la sopa, y la última, sin lugar a dudas la que más me produjo inquietud, en la mitad de la mesa.
La quietud de tu boca impidió mi pregunta, la quietud tatuó en el aire la austeridad con la que atravesamos el abandono, el tuyo conmigo, el mío con mis sentimientos, un amor sin persistencia.
Al terminar, cuando aún el postre no había sido servido te pregunté por las gotas, con la gravedad del vidrio ante el espejo dijiste, mi médico recomienda tejer, este, oeste, norte y sur con gotas de rocío cuando ante mí el universo quiere tragarse de mí aquello que he apostado al olvido.
