Es sabido por todos que en la ciudad el asfalto ingresa en los hombres por el aire y sin que estos lo noten dentro, de sí van construyendo avenidas y rascacielos, callejones y alcantarillas. En los ojos, el lugar de la pupila se convierte en una farola de halógeno, cuando no en un semáforo o en la luz blanquecina de las vitrinas. La ciudad es un parásito que los consume mientras los encuentra anónimos en las aceras.

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