El ejercicio de la escritura, cuando tiene un receptor específico, tiene sabor a ingratitud cuando no se sabe que no habrá una respuesta, sin embargo, esta misma situación permite poder desanudar sin complejos rumores que se tosieron bajo la mirada oscura de otro tiempo. Te cuento algún hecho que agrietó mi historia entre tumultos insanos y olores a miseria humana.
Hubo un tiempo en el que transitaba por la vida yendo en compañía de un amigo con quien iba para arriba y para abajo, sin otra manera de estar que la de hacer sombra a quienes hacían una pausa en el camino para retomar el paso, o detener a los que iban con prisa para que dejaran sus paquetes importantes y caminasen livianos el resto del camino. Solíamos ir a lugares en los cuales los apostadores asumían con toda presunción su profesión. Cualquier cosa apuestas, cualquier cosa ganas, seguro que pierdes la vida y no te enteras! Era increíble escuchar eso en la boca de casi todos sin que midiéramos lo profundo de su significado.
En el juego no importa perder cuando uno es quien gana, tal vez perder no sea tan importante si el objeto entregado como sacrificio por la derrota no tenga un valor especial para el perdedor. No puedo ser muy claro con la idea, mejor te cuento la historia. El juego parecía sencillo, nos sentíamos triunfadores y empeñamos nuestra provisión mensual en la apuesta. Perdimos. Perdimos. Éramos malos perdedores, nos sentimos estafados, nuestro ego roto, atendido con fidelidad de roca por el piso. Un hombre acometió con verdadera picardía hacia nosotros, nos hizo la apertura completa de lo que es una lección de juego con la que nos dejó sin opciones para querer pedir la revancha. La fortuna que más amábamos era esta que suplía lo esencial, una comida, un techo, una cama, una buena ducha, el derecho al descanso. No voy a contarte como llegaba el dinero a nuestros bolsillos, pero no era fácil.
Al sentirnos humillados, toda la dignidad que podíamos ofrecer a nuestras sombras estaba maltrecha. La decisión de tomar venganza la tomamos con la facilidad que los niños toman una decisión sobre sus juguetes. Decidimos ocultarnos detrás de un camión que dejaban parqueado todas las noches hasta las tres de la mañana; el jugador debía pasar por ese lugar al salir del establecimiento en donde pasaba largas horas jugando. Varias noches atravesó por el lugar sin que nos atreviéramos a ejecutar lo que nuestro resentimiento nos pedía. Discutíamos con mi amigo y cuando terminaba la discusión ya el hombre había superado el espacio que requeríamos para darle alcance.
Una noche, mi amigo de aquel tiempo, llegó con un conocido suyo. El hombre venía armado, mi amigo igual, había conseguido un revólver y lo mostraba constantemente. En el instante en que vi las armas que traían y reconocí el convencimiento que tenían para herir al hombre supe que había equivocado mis pasos. El otro hombre que estaba con nosotros esa noche había sido víctima de las habilidades del jugador, la suma que perdió excedía de lejos la de nosotros. Esa noche no atacamos ni tomamos acción sobre el jugador. Todo el tiempo se invirtió en plantear las diferentes maneras de herirlo sin que estuviéramos de acuerdo los tres. Para mí todas las heridas serían de muerte y en cambio ellos consideraban correcta la venganza si el hombre perdía los movimientos de sus manos por una herida en sus extremidades superiores, o si la herida en una de sus piernas le impedía luego moverse para ir a los lugares de juego. La ceguera fue una opción bastante discutida, ellos se sentían muy conformes, sin embargo no encontraban la manera de agredirlo de tal modo que perdiera la visión sin que debiéramos exponernos al tratar de llevar a cabo la misión. Al día siguiente abandoné a mi amigo y me retiré a lugares remotos de los que él no tenía conocimiento. Hoy no sé si el jugador vio afectado su bienestar corporal.
Sobre este tema que te escribo en los párrafos anteriores hablamos una noche en que parecíamos abandonados de las buenas costumbres. Caminábamos bajo la lluvia y saltábamos sobre los charcos de agua que se hacían en las calles. Íbamos para tu casa, habíamos salido de ver una película – de la que no tengo memoria en este instante –. Fuimos caminando, un buen rato bajo la lluvia, luego despacio por las calles cerca de tu casa. Unas cuadras antes de llegar empecé a hablarte sobre las posibilidades de que nuestras decisiones estén afectadas en gran medida por la participación de otros en ella. – Me veías sin querer comprender lo que te decía, en ese instante el frío bajo nuestra ropa húmeda había minado tu ánimo por la aventura conversacional. Yo seguí hablándote acerca de cómo en aquella ocasión podría haber cometido un acto de violencia, sobre el que hoy considero es un barbarismo sin sentido que no puede ocurrir en nuestro tiempo.
Recordé este tema porque hoy vi en uno de los noticieros de la televisión del país pasaron a mi amigo de juego – de aquella época, era parte de una banda de asaltantes de camiones. Al parecer asaltaban a los camioneros dejando sábanas blancas en la carretera, a las que iluminaban con luces de modo que parecían espantos. Los camioneros son expertos en este tipo de historias, entonces, bajaban la velocidad y mientras tanto los asaltantes se subían al camión y hacían toda la labor de robo. No te conté como nos ganábamos el dinero, lavábamos carros. Éramos parte del equipo de trabajo de un lavadero de carros, ingresábamos a las 6:00 am y podíamos retirarnos a las 7:00 pm. Un trabajo muy duro.
A la hora en la que estoy escribiendo esta carta el cansancio puede con mis párpados y me pide con urgencia ir a dormir. Por estos días estoy viajando con la tristeza alojada entre los ojos, los oídos, la nariz, la boca, la piel. Todos los sentidos impregnados de una tristeza que se me antoja absurda. Te contaré de ella en la próximo envío de mis abecedarios.