Era un sueño, sabía claramente que estaba dormido y el lugar que ocupaba en las imágenes oníricas era solo una elucubración de mi imaginación. Estaba en una sala de operaciones, los instrumentos quirúrgicos estaban a la disposición de mi mano o de una orden a los asistentes. Bisturí, decía, y una mano lo alcanzaba, pinza, y la misma estaba presta a ofrecerlo.
Había encontrado un anillo de oro dentro del cuerpo del paciente al cual estaba operando. Eso era en el sueño. Yo, en el lugar consciente desde donde me veía recordaba a mi padre diciéndome que ciertas personas ocultaban sus joyas en el cuerpo, primero producían una herida, introducían el objeto y luego cosían la piel sin que alguien pudiera imaginar que debajo de la cicatriz reposaba oculta una fortuna.
El anillo tiene tallado dos nombres y una fecha, el mío propio y el de una mujer, la fecha es de un año que en el sueño no sé si pasó o está por suceder. Soy un hombre soltero, y mi profesión está alejada de la medicina, soy informático de profesión, nunca ha curado o producido una herida, tampoco he regalado o me ha comprometido usando un aro de oro o de otro metal.
Me observo a mí mismo revisando el anillo, lo hago girar, lo limpio, miro el nombre y la fecha, en las imágenes no hay alguna que permita suponer si es de antes o después, solo veo girar el aro, una chispa de luz lo ilumina, la persona que acompaña la cirugía extiende la mano, no se escucha, pero se da por sentado que espera recibirlo. El brillo aumenta ante la mano abierta, una voz de alguien que no puede ser visto dice, —Ese es— No hay otra expresión acompañando la explicación, solo eso. Ahora alguien se aproxima y empieza a suturar. Alcanzo a notar un corazón palpitando antes de que la piel empiece a cerrarse ante el movimiento del hilo y la aguja.
El sueño continúa. Parece, aunque no, que estoy despierto por completo. Con certeza científica sé que un corazón no puede tener dentro de sí un objeto como ese, y tampoco entendería cómo alguien decide guardarlo allí. Giro, siento el cuerpo de mi novia que duerme a mi lado, extiendo mi brazo hasta alcanzar una de sus manos, sé sin necesidad de tocar sus dedos que no hay anillos en ellos.
Alejo mi brazo de su mano y pongo la palma abierta sobre su pecho, siento el palpitar de su corazón, una suerte de movimiento giratorio debajo de la piel acompaña al tic tac. Una especie de objeto circular se pega a mi mano abierta. Mi novia pronuncia alguna cosa, una oración de la que solo entiendo la parte final cuando dice —amor.
Anoche recordaba eso y pensaba que era una relación que no estaba destinada a prosperar, nos juntamos durante unos cortos meses, como dos ecuaciones que se tocan en un punto sin volver a encontrar variables para unirlas. Fue el mes anterior cuando decidió llevarse las pocas cosas que había traído al apartamento, un pijama, dos perfumes, una crema para manos, media docena de libros, quizá dos o tres pantalones con sus blusas, además de la apropiada ropa interior.
Mientras yo leía o veía alguna serie, ella preguntaba por mis libros favoritos, y los tomaba para leer. Se trasladaba al sofá, alargaba su cuerpo, ponía sobre sus piernas una manta y comenzaba a leer. Supe el título de cada libro. Una singular forma de memoria me hizo escribirlos y hacer una lista con ellos, luego fui al mueble en donde suelen estar, tomé cada uno e hice una pila sobre el escritorio.
Hay quienes consideran que si quieres saber cuál es la personalidad oculta de una persona debes leer su literatura favorita, siendo así, ella sabía de qué estaba hecho yo.
Hoy, casi al medio día, abrí cada uno de los libros, iba con la intención de imaginar lo que ella pudo pensar acerca de mis maneras de ser y estar, y me sorprendí al ver que en muchas páginas de cada uno de los libros ella había formado líneas para unir palabras, trazos cortos y largos con los que había dibujado mi rostro.
En el número de página de mi día de nacimiento estaba yo, en el del suyo se había dibujado ella, y en la del día en que nos conocimos estábamos los dos.