El alumbrado público mantenía su intención de parecer una luna amarilla al bordear el andén y los lugares que los autos no consumían con sus luces de halógeno. Yo te escribía desde la pantalla de mi celular que los libros no tienen vida pública, aunque se habla de las historias embebidas en sus páginas, lo que les ocurre es un asunto secreto que callan con los lectores. Tu respuesta fue un emoticon indicando que tenías dudas.
Escribí en el nuevo mensaje, en tu mesa junto a la cama hay un libro abierto, él sabe que tus ojos se detuvieron en el poema y lo releyeron, tú que en esos versos estaban desnudas tus días de infancia. Ese es un secreto entre tú y el libro, cuando ese mismo libro sea leído por alguien más y pase por esa página no sabrá el nuevo lector de las emociones a las cuales accediste cuando consumías con afán las palabras del poema.
El librero pasó a preguntarme si mi jarra de cerveza se llenaba sola y los dos coincidimos en criticar al muchacho que atiende las mesas por dejar que hubiese tan poco por tomar en mi recipiente. Unos minutos después, mientras un tango intentaba bailar con las páginas de un libro desnudo en otra mesa, yo leía el mensaje que llegaría a tu celular unos segundos después, «donde quiera que te encuentres esté el paraíso».
