El mundo es más amistoso con los animales porque ahora muchas personas van con sus mascotas a sitios públicos y están con ellas sin ser acosadas con normas de exclusión que los obliguen a retirarse. Esa es la primera idea en la que pienso cuando la pareja se ubica en la fila para pedir el café que luego llevarán a una mesa cerca de la mía.
Son dos perros, a uno lo llaman Erik, al otro le dicen Logan. La cultura popular me pone en condición de pensar en que la mujer es aficionada a la serie de los X-Men, y los prejuicios en la circunstancia de creer que ella es la responsable de los canes. El muchacho, alguien que no debió alcanzar los treinta años todavía lleva en su brazo izquierdo una bolsa de comida, una gran bolsa de plástico en donde supongo están amontonadas las pepas de comida producidas artificialmente como alimento para animales.
La mujer sostiene unas veces a Erik, otras a Logan, y en otras más los deja sostenerse en pie sobre el piso. La fila para el café ha estado más larga de lo habitual, aunque las mesas no están copadas. Sigo con mis prejuicios, es porque hoy atiende en la caja un muchacho que va a velocidad de cangrejo mientras la vida cruza veloz en un auto de fórmula uno en el circuito de Silverstone de Inglaterra.
Están sentados en la mesa, ella en posición de ver hacia mi mesa y ocuparse en verme de frente. Él en una silla que le permite verla a ella, pero no lo hace con tantan recurrencia como esperaría el director de una película romántica. Casi todo el tiempo está viendo la bolsa de plástico. En las sillas que los separan están sentados los dos perros, cada uno en una.
Vivir es quizá solo la oportunidad de utilizar todos los sentidos y de apropiarse de todo aquello que permita imaginarse perpetuado en el futuro. También la vida ha de ser estas dos cosas a la vez, llenarse de prejuicios y luego luchar por quitárselos. Mientras me quito algunos, siento que la mujer se ocupa en observarme, no puedo suponer una buena razón por la cual lo haga, solo la descubro cada tanto con la mirada empeñada hacia mi mesa.
Es una mujer atractiva, y cuando lo digo tengo claro que esa es una medida subjetiva. Es delgada, de mi estatura, con un rostro amable y sonriente, con los ojos abiertos a la luz y la coquetería. El cabello negro espiando con las puntas a su espalda, la boca dispuesta a la palabra, eso he visto, apenas deja espacios cortos para el silencio antes de continuar con la conversación con su pareja.
Su pareja, mira la bolsa, y yo con él pienso esto, esos perros comen mucho, esa comida es muy costosa, a mí los perros hasta me caen bien, pero no tanto para que parte de mi sueldo se quede en la veterinaria y la tienda para perros. Así vamos él y yo pensando en lo mismo, esta bolsa durará tres o cuatro días y el viernes la industria de alimentos para animales tendrá un nuevo momento de gozo viendo como la tarjeta de crédito se compromete con ella pagándole lo que pide por esa comida.
Soy solidario con el muchacho, mucho más teniendo claro que si una mujer con ese perfil se aproxima a mi vida estaría yo abrazando su belleza y los modos en cómo ella se apropia del mundo, y también pensando primero en cómo desaparecer a los perros, pero luego al no lograrlo, haciendo de contable de mi presupuesto y viendo con preocupación el porcentaje del presupuesto que en vez de invertirse en libros y cervezas se gasta en comida para perros.