La mujer con el pantalón negro y la blusa del mismo color ha comenzado a tener una curiosidad de desconocido conmigo. Se ha fijado en el color rojo de mis tenis, en la camiseta azul que tiene un insecto dibujado y encima de él unas letras reproducen el comienzo del libro de Kafka, «Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto….». Sobre el pantalón de azul oscuro apenas se fijó un poco antes de ocuparse en ver mis tobillos expuestos al frío de la noche bogotana.
Me mira, al comienzo con una timidez infantil, y luego continúa con afición de exploradora. Se ocupa de mis orejas y pareciera medirlas en comparación con el tamaño de mi boca, así como en ver la simetría de mis brazos y mis ojos. Ha estado así la última media hora. Ella está con alguien que presumo es su pareja. El hombre no se ocupa en verme y no se fija en que ella está recogiendo mis formas quizá para juntarla a una colección de personas extrañas a las que luego les pondrá nombres o ubicará en un ‘desconocidiario’ en donde yo apareceré relacionado con los menos de metro setenta que mida junto a la mirada intranquila que me produjo ella porque me hacía sentir la presa antes de ser cazada.
En un cuaderno ha estado escribiendo una y otra cosa a la que yo no accedo porque la distancia entre su mesa y la mía no permite ver lo que escribe. El muchacho que atiende las mesas, Germán, me ha dicho que en una de esas páginas estoy dibujado sentado en la mesa, pero en vez de que la otra silla esté desocupada está sentada una cucaracha que bebe cerveza tal como yo lo hago. Es él quien me ha hecho notar la atención de ella, al comienzo me dijo, ‘Vecino, hoy está matador, la morenita de la otra mesa no le quita el ojo de encima.’
El compañero de la muchacha se fue al baño, la muchacha está sola, Germán me hace señas de que pasea a hablarle a ella, que él me avisará cuando vuelva el hombre del baño. No hizo falta, la muchacha se aproxima hasta mi mesa, dice, «Veo que no te acuerdas de mí. Nos besamos en un baño en un bar junto a tu oficina. Ibas muy borracho. Yo te dejé una marca en el hombro. Te mordí hasta que salió sangre.»
La miro sin lograr conectar rápidamente con el hecho, y antes de que yo cambie la forma de mi rostro de asombro a sorpresa me muestra un libro que había extraído de su bolso. Es una antología de Emilio Pacheco, el poeta mexicano. En la página 17 está mi firma con una dedicación a ella, entonces recuerdo su nombre, Gabriela, y con esa memoria también recuerdo que tras esa sonrisa hay unos dientes despiadados que me dejaron una cicatriz que me acompañará toda la vida. Antes de mi reclamo a las buenas maneras por no reconocerla, ella se apiada de mí y comenta que tenía el cabello rojo esa noche.
Además del rojo en su cabello, ahora usa unos zapatos planos y no las botas altas de esa noche. Ofrece una información como detective que quiere esclarecer un crimen, y yo pienso en que fue casi criminal haberle devuelto el mordisco, dejé mis dientes marcados debajo de su seno izquierdo, dizque para aparecerme cerca de su corazón para leerle versos. Claro, no se abre la blusa azul para mostrarme, solo me indica el lugar. Germán me hace una señal, el compañero volverá pronto.
«No te apures. Este es mi número. Ponme un mensaje. Yo te llamo esta noche.»