Algunos matemáticos ateos no están conformes con la afirmación, aunque muchos otros se han puesto de acuerdo en que si dios existe es uno de ellos. Cuando el religioso dice, «las cosas de dios son perfectas», el matemático mira sus ecuaciones y se siente tranquilo al apreciar que sus reglas también lo son, no se producen resultados distintos, aunque el uso de las mismas las haga un creyente politeísta o uno que le atribuya a una sola divinidad el curso del mundo.
Hay una religión que guarda una ecuación con la cual se da respuesta a miles de preguntas que cada ser humano se plantea, quizá no sean tantas, y solo estemos atentos a saber sobre el amor y la muerte, la fortuna y la salud, pero un hombre adinerado con afición por las matemáticas tuvo acceso a esta religión. Primero fue una historia que le contaron mientras iba en un vuelo entre Frankfurt y Dubái, luego alguien lo convenció sobre un mito asociado a que las mayores fortunas del mundo se habían acumulado haciendo uso de ella.
Conoció a una mujer en Montevideo, una recién graduada de maestría en alguna rama especializada de las matemáticas, él la había contratado para evaluar proyecciones sobre sus inversiones en medios de comunicación. No le devolvió optimismo con la predicción, y con eso él hizo movimientos rápidos trasladando sus inversiones a otros sectores de la economía. El resultado no fue distinto a lo que la mujer pronosticó, razón por la cual el inversionista volvió a visitarla. Es cierto, tenía otras intenciones como casi siempre ocurre con ciertos ejemplares masculinos de la especie humana, ante una mujer atractiva el instinto los convierte en cazadores.
Después de la cena y los vinos, tras la negativa de ella ante la sugerencia de trasnochar juntos y quedarse hasta tarde en la cama sin importar el desayuno, cambio las armas y se decantó por las que usaba en cada transacción diaria, dejó salir su apetito monetario y le preguntó si la historia de la ecuación podría ser cierta. Ella le respondió con el lenguaje de las fórmulas ofreciéndole un sí rotundo a la existencia de la ecuación y un no a la historia sobre la religión. Le dijo, quienes la tienen piden la mitad la fortuna que se obtenga con su uso, y permiten darle dos usos, es decir, pedir la respuesta a dos preguntas.
Hizo una pausa que al hombre le pareció demasiado larga, y resumió la respuesta así, «es decir, elijes el negocio en el cual quieres invertir, preguntas cuáles son las variables y constantes que debes usar por obtener la mayor ganancia. Con eso te dan la información y tú sales a usarla. La mitad de lo que obtengas será de ellos». A las siguientes preguntas obtuvo un no por respuesta, no conocía a alguien que la tuviera, no tenía amigos que pudieran contactarlo con ellos, por supuesto no la tenía ella, y tampoco aceptaría el trabajo de buscar por él a quienes lo poseen.
La cita no terminó bien. Ella intuía al monstruo oculto detrás de la fachada amable con la que la invitaron a cenar, lo vio abrirse paso ante la negativa a ser su postre sexual y ahora estaba completamente expuesto ante la posibilidad de dar rienda suelta a su avaricia y la imposibilidad de quien estaba frente a él de ofrecerle la fórmula.
Unos años después recibió una carta sellada en Uruguay. En el contenido estaba la dirección de un hombre en Londres quien le podría dar las instrucciones que estaba buscando. Antes de viajar, en New York, escribió los dos casos de negocio en los cuales estaba centrando su atención. Cuando tuvo el encuentro, le expuso las dos preguntas, y el hombre le dijo, «no pierda el tiempo conmigo, yo solo sé a dónde llevarlo, no tengo respuestas a nada, ni siquiera si me pregunta la hora. Tengo una discapacidad visual que me impide retener las formas y las líneas pequeñas, solo puedo ver las formas grandes.» Él entendió que esa era una de las formas de proteger el acceso a la ecuación, la imaginó llena de números y símbolos en miniatura a los cuales este hombre no podría acceder ni siquiera teniéndolas frente a su vista.
Lo llevó a una casa en Londres, lo dejó junta a la puerta, y le dijo, solo espere acá de pie que alguien le abrirá la puerta. Y fue así, unos quince minutos después una mujer le pidió seguirla hasta una oficina en donde una muchacha más joven que la uruguaya estaba sentada detrás de un escritorio. La joven le expresó las condiciones, ahí supo que no serían dos, si no tres preguntas. Las dos primeras podrían ser financieras y la tercera de manera obligatoria debería ser sobre el amor, la vida, la muerte, la salud, los amigos, la familia, esas otras osas que no se pueden medir con signos monetarios.
Había pensado que podía negociar para que le dieran respuesta a más preguntas, intentó hacerlo y recibió una advertencia clara acerca de ser expulsado. Pensó en el desperdicio al tener que usar la tercera pregunta en algo que no le traería beneficios económicos.
Puso las dos preguntas sobre la mesa, la muchacha las tomó, le pidió esperar sentado, ella volvería en cinco minutos, se levantó de la silla, camino hasta la puerta y volvió como había dicho a los cinco minutos. Le entregó dos sobres, le pidió abrirlos, el hombre vio la ecuación dentro de cada uno de ellos. Creyó que eran iguales a la usada por la uruguaya, pero la muchacha pareció leerle el pensamiento, «son únicas, y solo podrán ser usadas por ti, a otra persona no le serán útiles.»
Cuando quiso levantarse, escuchó que le faltaba la tercera pregunta. Le pareció molesto que lo retuvieran por eso, solo quería salir con prisa para sentarse en su oficina y empezar a darle forma a su nueva riqueza.
Después de sonreír nerviosamente porque no se le ocurría nada, solo dijo, ¿tendré una vida larga?, y le pareció una tontería después de decirla porque él estaba convencido de que eran muchas décadas las que le hacían falta para el último día en la tierra. La muchacha lo miró a los ojos y le respondió casi como Cristo al apóstol, «Antes de que escuches cantar al gallo dos veces estarás muerto»
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