Intercambios de fe

Esta tarde volví a ver a mi novia de la universidad, fue una casualidad que permitió un seminario sobre «la evolución de la tecnología usando como línea de comprensión la evolución de las especies de Darwin». Había una zona de café gratuito a la cual se accedía desde una de las puertas laterales del salón del hotel en donde dos mujeres hablaban convencidas de que el futuro estaba siendo marcado por sus palabras.

Yo salí a contestar una llamada en el celular. El móvil había estado vibrando en el bolsillo del pantalón durante varios minutos, salí con la intención de contestar y aprovechar para tomarme una taza de café, cuando contesté la voz de una máquina me recordaba que podía hacer el uso de los puntos acumulados en el supermercado en la próxima compra con un dos por ciento en todas las compras de productos lácteos.

Una voz a mi lado dijo, «su puta madre» con el acento y tono que corresponden a la furia. La miré con asombro elevado al cubo, primero porque no entendía el motivo por el cual usara esas palabras, luego porque sentí que la conocía de toda la vida, y finalmente cuando ella dijo, «cuando te enojabas respondías así, y veo que te han hecho enojar sin que lo digas». Ella debió notar la duda antes de que le dijera, «mi mamá todavía me regaña si soy necio con las palabras».

Intercambiamos sonrisas, repetimos el saludo usando dos abrazos, hicimos una encuesta corta acerca de nuestra vida después de la despedida con la que nos fugamos uno del otro. No supe yo de sus emociones o nostalgias conmigo, en cambio ella había traspasado con su mirada cada uno de los espacios en mi vida, y luego tuve que duplicar mis esfuerzos en zurcir cada espacio abierto en mi universo para que no se convirtieran en hoyos negros por donde se me fueran el presente y el futuro.

Cuando finalizó la conferencia, salí a la zona del café, saludé a uno y otro conocido que había estado presente, esperé diez o quince eternidades a que ella apareciera. Lo hizo, parecía que la viera con la misma edad de años atrás. No quería, pero caí en la galantería de los simples, «te ves como si no te hubieran pasado los años». Ella reclamó, «a mí no me digas esas cosas, a mí me dices algo como esto, “el universo repite en tus ojos el Big Bang para que la luz en las estrellas brille más”».  Yo no recordaba, y sí, eso era parte de lo que le decía cuando descansábamos de nuestra juventud al amanecer.

Fuimos al bar del hotel. Nos comprometimos con una copa de vino cada uno y ella luego reclamó porque yo no decía ‘palabrotas’ ni tomaba cerveza como en la época en que nos había encontrado para que el otro nos dijera quiénes éramos. Las palabras mantuvieron el orden histórico con el cual celebrábamos habernos conocido, y se acomodaron para ofrecer con largas oraciones una idea de lo que cada uno de nosotros creía ser. En algún momento el botón superior de la blusa cedió su compromiso con el ojal y permitió que un rosario de oro asomara en su pecho.

Recordé que no era religiosa cuando nos conocimos. Primero lo dije que la luz se reflejaba dorada en las cuentas y su piel blanca adquiría tonos como si estuviera bajo el sol. Después recordé y le mencioné a ella que cuando nos conocimos ella no era religiosa. Al comienzo sonrió con picardía, y luego no pudo contener la risa. Se quitó el rosario, lo puso en una de mis manos y me dijo, «recuerda que prometimos ir a misa durante todo un año si el retraso no se convertía en embarazo». No había pensado en eso, solo ahora que ella lo traía a la conversación lo recordé.

Me presionó las manos con intención de convertir su fuerza en un pellizco, me dijo, «adquirí una fe que no tenía por andar contigo yendo a misa esos meses, y ahora veo que me quedé con tu fe y tú sin ella»

Image by David Sanchez from Pixabay

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