Rutinas desatendidas

Las dos mujeres siguen en la portería del edificio sin que un taxi se estacione enfrente para recogerlas y llevarlas al destino en donde una fiesta familiar las espera. Esta tarde estuvieron en la peluquería, un señor les alisó el cabello, una muchacha les pintó las uñas y a las dos una señora de manos suaves les masajeó los pies y los dejó suaves. A la fiesta no ha llegado nadie todavía, hay tiempo suficiente para esperar el auto que las lleve, aunque la lluvia es una amenaza continua para que el taxi no llegue. La mayor está estrenando ropa interior con encajes de color blanco, el vestido azul combina perfecto con la cartera y los zapatos. La otra está vestida de negro y su ropa interior es la misma que se puso el miércoles de la semana anterior. Las dos están pensando en que verán a sus tías y les preguntarán si ya tienen pareja, ellas, cada una a su modo ha elegido una respuesta. La primera dirá que hace rato dejó al último de ellos porque no daba la talla, y su tía le dirá que la espera es buena, pero no tanto. La segunda responderá con fastidio diciéndole que para estar mal acompañada mejor andar sola, y la otra tía responderá con algo así, peor es nada.

No, no están pensando en parejas o matrimonios, van a la fiesta a bailar. La lluvia continúa, las mujeres esperan en la portería del edificio. Los dos porteros las observan, la mirada pasa rápidamente de los zapatos de tacón al borde inferior del vestido y del escote a los labios pintados, en una de rosado y en la otra de rojo. Las han visto cada día cuando llegan en auto o a pie, casi siempre con pantalón y blusas. Hoy son dos mujeres más atractivas de lo que ellos habían supuesto en cada ocasión anterior que las vieron. Cada uno califica la belleza de las dos, si una es más alta la otras es de ojos más luminosos, la una es más delgada y la otra robusta, «trozudita» piensan los dos. La menor parece más elegante, la mayor se formal y atractiva, así va cada uno cavilando sin notar que yo estoy esperando a que alguien aparezca a recibir el pedido que hicieron a domicilio.

Son dos pizzas, una botella de vino y cuatro cervezas. Dudo en pedirle a los porteros que vuelvan a llamar al apartamento para el cual va la comida, entre más pronto bajen más estaré obligado a salir del lugar para subirme a la bicicleta, seguir empapándome con el agua disparada por las llantas de los autos y la que no deja de caer en esta noche de lluvia. Sigo esperando. Las mujeres miran hacia la calle, yo miro a los hombres que las miran, veo que se dicen cosas entre ellos, supongo hablan sobre ellas. A mí me parece más atractiva la menor, no es una de esa flacas a las que se podría llevar el viento, además sentriría que estoy abrazando a alguien de verdad. Un taxi aparece en la calle. Ellas observan y toman nota visual de las placas. Sonríen.

Un joven aparece y pregunta por el domiciliario. Le paso las dos cajas y las bolsas en donde están las bebidas. No me da propina. Las mujeres abren un paraguas, los dos hombres no se ofrecen para llevarlas bajo el paraguas abierto hasta el auto. Yo tampoco lo hago, después de haber atravesado más de doce calles bajo la lluvia en la bicicleta no he recibido una adición al pago que recibo por el domicilio. Estoy molesto. Un interruptor presionado hace que la puerta se abra, las dos mujers van adelante, las sigo. Me subo a la bicicleta y ellas cruzan las piernas para entrar a la parte de atrás en el taxi. Creo que si notaron mi presencia la olvidaron al instante. El taxista levanta la cara mira hacia el espejo retrovisor, hurga en la imagen repetida buscando ver a través de ella las piernas de las mujeres. Sigue lloviendo y la bicicleta empieza a rodar sobre el asfalto tras cada pedalazo que dan mis piernas.

La ciudad transpira el calor del asfalto tras haber sido sacudida por el aguacero. La aplicación para pedidos hace beep en el celular. El domiciliario mira la pantalla, alguien ha pedido medicina a la farmacia, presiona la opción para aceptar el pedido. Cruza tres cuadras hasta la farmacia. Un hombre con rostro de enojo lo mira desde detrás del vidrio.

La receta solicitada es Apronax para los cólicos menstruales, parece que se había imaginado a una mujer para recibir el pedido. Sonríe por cordialidad. Con la bolsa en la que además de la medicina van dos latas de un coctel de vodka cruza las otras doce calles hasta llegar a un conjunto residencial en el que debe preguntar por María, decir que ella está en el salón comunal y que por favor lo dejen seguir para entregar el paquete.

Lo dejan entrar con la bicicleta, ajusta la cadena de seguridad a una reja. Ahí la encontrará después. Sube unas escaleras hasta el segundo piso. Se asoma a la puerta, ve a personas bailando una canción de moda en el centro de lo que es una pista de baila. A la primera persona que puede ver le hace un gesto con las manos, pregunta por María, le preguntan el apellido, lo busca en la pantalla del celular, responde con dos palabras, le dicen que la buscan para que salga. Mira hacia adentro, ve a la mujer del vestido azul, a la del vestido negro, son las mismas a las que vio unas horas atrás. Supone que alguna de ellas fue rozada por el deseo de alguien que la abrazó y bailó con ella una canción aproximando el cuerpo más de lo necesario para la danza.

No sabe, y no tendría por qué imaginarlo, pero a las dos les ha coincidido el ciclo menstrual, el dolor se hizo agudo tras haber estado de pie un rato sobre los tacones con ocho centímetros de altura, el dolor se amplió con el frío producido por la lluvia y una ventana que permanece abierta sin que ellas puedan convencer a nadie de cerrarla. Les han presentado a varios amigos que a ellas consideran atractivos, pero han tenido que ceder la tentación de conversar lárgamente con ellos por unas charlas insípidas de las que se arrepienten, pero el dolor es una congoja de la cual no han podido zafarse.

La mujer del vestido negro viene hasta la puerta, no trae el bolso que le vio antes en la portería. Esta vez tampoco tendrá propina, eso piensa mientras extiende el brazo para alcanzarle la bolsa. Tras entregar la bolsa, le pide a ella que si es posible califique el servicio por la aplicación. Recibe una sonrisa y una petición, por favor mira hacia otro lado, lo hace y pega sus ojos a un vidrio que refleja a la mujer. La ve cuando mete su mano por el escote hasta encontrar entre el brasier y el seno derecho lo que él imagina son unos billetes.

Gira para despedirse, ella le da un billete que está tibio todavía, le da las gracias. Le hubiera gustado desearle que la medicina le hiciera efecto pronto, que encontrara a una pareja con la cual bailar y hablar toda la noche, le hubiera gustado decirle que le deseaba eso mismo, que fuera deseada y amada esa noche. Vuelve por las escaleras, busca la bicicleta y sigue pedaleando.

Imagen de Rudy and Peter Skitterians en Pixabay

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