Costumbres sexuales

Cuando mi esposa me dijo de su embarazo y que estaba en la novena semana la miré parpadeando como si contara los días desde el último encuentro sexual. Ella notó la distancia entre esas fechas y antes de que yo cometiera la imprudencia de mencionar esa verdad alzó la voz y me reprochó diciendo —¿De quién más si no tuyo? — y notó que mis cuentas eran iguales a las de suyas. Era la primera semana de abril, la última vez que la cama crujió con nuestros movimientos sexuales había sido la noche de Navidad.

—Seguro una noche te sobrepasaste mientras yo dormía.

La conversación no continuó porque yo me levanté de la cama para terminar durmiendo en el sofá. Pensé que podría haber sido una noche de las tantas que había llegado borracho y de las cuales no recordaba cómo había terminado en la cama. A los treinta y dos años ella no quería ser madre y yo tampoco a mis treinta y cinco. Durante siete años éramos una pareja normal, sin sospechas de infidelidades o deslealtades. No podía imaginar que ella hubiese estado con otra persona, incluso me sentía mal al sentir desconfianza. En la mañana pasé al cuarto, nos abrazamos como señal de confianza y lealtad.

En la semana treinta y ocho asistimos al nacimiento, yo estuve en el parto junto a la ginecóloga que la atendió. El nombre de la niña lo elegí yo, Delia como mi suegra. En ese nombre encontraba la confianza que la señora me tuvo cuando me conoció. Delia nació a las tres y treinta y tres de esa mañana. A las seis estaba en la habitación con nosotros y al día siguiente ya dormía en una cuna junto a nuestra cama.

Un mes después, en uno de los controles el médico nos hizo preguntas acerca de nuestra relación de pareja, quiso saber si ella había tomado medicamentos durante la gestación, supo que nosotros no habíamos planificado con métodos anticonceptivos, y tampoco habíamos ido a terapias de fertilidad. Las preguntas empezaron a molestarnos y en la primera pausa le cuestionamos tanto interés por nosotros. El señor puso sobre la mesa tres hojas con el informe del ADN de cada uno de nosotros.

Yo recordé la diferencia entre semanas de embarazo y semanas sin sexo que había obtenido de la resta la noche en que mi esposa me reveló su embarazo. La miré apenas un segundo y sentí que su mano me pellizcaba la pierna, luego seguí viendo las hojas y el médico con el mayor de sus rostros clínicos nos observó diciendo —El ADN de la niña es idéntico al de la madre, eso ocurre en la reproducción asexual.

No era el primer caso, eso nos dijo. En la clínica doce mujeres con mi esposa habían tenido las mismas características, treinta y dos años y medio de edad, algunas de ellas sin parejas, con y sin relaciones sexuales con sus compañeros. Los informes de otras ciudades y otras clínicas repetían lo mismo, no había evidencia de intercambio de información genética para la procreación, y el ADN era igual a la madre en cada ocasión. En todos los embarazos de mujeres de esa edad no había sido necesaria la participación del hombre.

Image by Schäferle from Pixabay

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