Mi abuelo había empezado a sembrar desde su casa en Lorica una planta de las que florecen cada cien metros en dirección hacia Cartagena a donde se había trasladado la abuela. No prometió ir caminando y tampoco sembrarlas en la misma jornada, lo haría en poco tiempo y la última la sembraría en la casa a donde ella se había trasladado.
Llovía con ese sonido extraño que tiene la lluvia nocturna al acompañarse del viento para intentar atravesar las ventanas. Ella lloraba un poco y reía otro tanto, él la besaba y le apretaba las manos. Esa fue la última noche que se vieron en el pueblo, al siguiente día la familia viajaría con ella a Cartagena. Le prometió que pronto iría él también a la ciudad amurallada para encontrarla y del lugar de donde salen las promesas imposibles hechas por los adolescentes le dijo que pondría una planta cada kilómetro para que por lo menos 180 veces floreciera en ese camino el amor que sentía por ella.
No pudo cumplir lo de las flores porque la vida que parecía simple se le complicó en esa simpleza. Pasó un año, y luego el siguiente dio paso al tercero hasta que olvidó las dos cosas, ir a buscarla y sembrar las flores. Tuvo que buscar trabajo, quedó enredado entre cables y micrófonos, pero lo que un día era importante al siguiente tenía que dejarlo a un lado para atender lo urgente.
Una tarde, doce años después se encontraron en una calle de Cartagena, él había ido a narrar un partido de fútbol, ella cruzaba rápido la calle para comprar unas telas. No tuvieron certeza acerca de sus rostros, el sol dibujaba sus luces de manera perpendicular y no pudieron verse con atención a los ojos, quizá una sonrisa o un gesto de enojo, una cara de sorpresa agradable, o unos labios templados en furia. Él solo recordó que ella le dijo, te quedaron bien las flores por el camino, y él sintió el alma triturada del modo en que lo hacen los huesos de las manos al ser atrapados por una prensa.
Una tarde, cuando había comprado un carro nuevo, mintió a todos diciendo que iba a estrenarlo por carretera. Se llevó unas semillas de diferentes tipos de plantas, y cada kilómetro dejó regadas algunas hasta llegar a Cartagena. Se sintió tranquilo aun sabiendo que las promesas tienen un tiempo en que caducan, y ya expirado ese tiempo a nadie le importa lo que se hagan con ellas.
La abuela, en las pocas ocasiones que viajó, ida y vuelta, a Lorica sentía un tirón en el cuello que la obligaba a ver hacia la orilla de la carretera, y sonreía, solía decir, ves esa flor, mira como luce de bonita.