Guiños y rutinas

He vuelto a salir los fines de semana a desayunar en una cafetería. A la que asistía antes la convirtieron en un depósito de materiales para construcción. En la esquina diagonal hay una cafetería con tres mesas afuera. He ido a sentarme allí, y he podido satisfacer la afición por ver a las personas caminar desprevenidas por la calle.

Vi a una mujer con un vestido rojo, un cinturón negro, medias del mismo color del cinturón y unos zapatos con el mismo tono del vestido. Otra mujer usaba la misma distribución con diferencia en el color del vestido, un rosa fuerte. En una bicicleta pasó una niña con menos de diez años, adelante en la canastilla llevaba un oso de peluche, y la silla atrás estaba cubierta por un cojín adornado con cintas de color lila.

Varios mensajeros pasaron veloces el cruce que forman las calles, y cuando pudieron incluso se saltaron la advertencia del rojo en el semáforo. Un hombre y su esposa descendieron de una motocicleta, se quitaron los cascos y se besaron, luego ocuparon una de las mesas vacías y pidieron jugos de naranja. Unos minutos después pidieron un desayuno con huevos y salchichas.

Un señor de nombre Carlos entró al local, pidió un café, fue saludado con aprecio, y después de beberlo se fue sin haber pagado la cuenta. Alcancé a escuchar la vigorosidad en la voz del mesero al advertir a la cajera que el hombre otra vez lo había hecho.

Hay un parque pequeño junto al lugar, y parece ser que en esta ciudad parque es sinónimo de baño para perros. Fueron más de diez los habitantes del sector que estuvieron allí con sus mascotas, dieron una vuelta caminando, atendieron la prisa biológica canina, recogieron en bolsas de plásticos, y documentaron esa evidencia en un recipiente para la basura ubicado en la esquina.

Pasaron dos muchachos con uniforme de fútbol, su preocupación eran tres goles de diferencia con los cuales debían ganarle al otro equipo para poder avanzar a la siguiente ronda. Un automóvil de color rojo parqueó en la calle, de él salió una mujer con una falda negra, vi sus piernas abiertas y un rojo intenso que debía pertenecer a sus bragas.

El segundo café se enfrió más rápido que el primero. La ciudad estalló en luz con un sol al cual no se le atravesaba nube alguna. La muchacha en la caja tenía el cabello teñido de rojos y de azules, de verdes y amarillos. Cuando fui a pagar me preguntó si quería llevar galletas de chocolate. Hizo un guiño que empezó en su ojo izquierdo y finalizó en una sonrisa. Le respondí, solo por eso, dame dos, una para cada uno.

Imagen de Maria Teresa Martínez en Pixabay

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