Yo no quiero salvar al mundo, ni siquiera cambiarlo. Me importan las pocas cosas que considero dan un balance a mi vida; comer a tiempo y cada día, dormir seguro y tranquilo, saber que puedo ocuparme de mí con ingresos suficientes, estar sano, y de sentirme enfermo saber que sería atendido con prontitud y buena atención en una clínica. Yo, ni siquiera tengo claridad filosófica o religiosa sobre mis propósitos, estoy aquí con mis condiciones de mamífero empeñado en ser alguien socialmente correcto para vivir en lo que parece tener armonía con los otros. Así, simple, sin apetito por una revolución o con afán por encallar en la avaricia del capitalismo.
Ella estuvo un tiempo conmigo, como quien conoce un local nuevo a un par de calles de la casa y se asoma por curiosidad a ver de qué van las cosas allí. Entra con curiosidad de niño para distinguir las cosas, al comienzo encuentra una fascinación que trasciende lo admirable, pero luego los cosas se vuelven normales, aquello que era oportuno comparar porque era vistoso se torna plano, y se le mira sin ambiciones estéticas o intelectuales. Así anduvo conmigo con una curiosidad por mí que fue perdiendo con el tiempo. Siguiendo con el ejemplo del local, empieza a notar el polvo tras las piezas expuestas en los estantes, nota el esfuerzo de quien atiende por sostener un discurso con el cual vende los objetos, observa como el cansancio todo lo inclina hacia las sombras.
Yo no quiero salvar el mundo, pero si tengo que salvarme, de alguna manera parece que el abismo se extiende hasta el borde en donde pongo mis pasos. Recuerdo que con ella tenía esta sensación de estar a tiempo para todo, para huir, para quedarme, para dar claridad al todo con unas palabras, para encontrar la serenidad en una mirada. Así era, y estas palabras que pongo hoy son para recordarme que ella se ha ido porque está buscando alguien que salve al mundo, mientras yo estoy apenas en el oficio de salvarme a mí mismo.