Teníamos unas maneras distintas de ver el mundo, yo era un optimista sin posibilidades y ella una pesimista, que por el contrario, yo consideraba todas las posibilidades para hacer algo en la vida. A los diecisiete años, tras haber finalizado el bachillerato fuimos novios por tres meses. Esa fue la primera vez que usé con algún sentido de lo práctico la palabra trimestre. Un noviazgo que se iría al mismo lugar de donde había surgido sin que al mundo le importara. Debíamos elegir carrera y universidad, yo le aposté todo a las universidades públicas, y ella hizo algo que me pareció una tontería más que un acto de rebeldía. No se inscribió a ninguna, quizá si lo hubiera hecho hubiésemos salido del pueblo al mismo tiempo, pero no, ella viajó a trabajar a Bogotá y yo a estudiar a Tunja.
Las dos ciudades frías, y más frías para cualquier calentano como nosotros. Quizá fue en las vacaciones de cuarto semestre, al final del año, cuando volvimos a vernos, ya no era una la muchachita linda con la que había finalizado el año de colegio, era una mujer con todas las medallas puestas para su edad. Bellísima como yo no podría haberla imaginado, y yo con pinta de estudiante desatendiendo todas las recomendaciones de las buenas costumbres por la ropa y el cabello. Me saludó con desdén, y eso se me clavó en la garganta como si una púa de pescado se hubiera quedado ahí para siempre.
Alguno de mis amigos, todos universitarios sin otro capital que tener tiempo libre por estar de vacaciones, le habló con más convencimiento y la invitó a la mesa. Pidió agua con hielo, yo tenía una cerveza en la mesa, había estado hablando de historia y literatura. La charla cambió de tono, de tema y de protagonistas.
Ella recibió sin haberlo pedido el centro de nuestras atenciones. Los amigos más avezados en la conquista disparaban con toda su artillería mientras yo escuchaba la conversación sin opinar algo sobre lo que decían. No teniendo otra cosa por hacer empecé a ver su ropa, el pantalón, la blusa, los zapatos, los anillos, el esmalte en las uñas, los aretes, una cadenita de oro ocupando un espacio en su cuello, y fue al ver su cuello que se me atravesó el escote con la correspondiente oportunidad para ver el color de un seno sin haber recibido sol durante largo tiempo, así como un brasee de color blanco del que asomaba la marquilla de ropa recién comprada con el precio de venta.
Supuse que estaba estrenando, que cada prenda había sido escogida para ser usada ese día, di por sentado que esta no era su manera de vestir los otros días, en cambio miré mis tenis manchados por el uso, el pantalón alargado por semanas de estudio. Yo sentí cuando sus ojos se quedaron atravesados en los míos, preguntó acerca de qué estaba estudiando, entonces respondí por mí y por todos mis amigos, él filosofía, él derecho, él arquitectura, y como si fuese la presentación en un desfile mencioné a cada uno de ellos con lo que hacían y la universidad en donde lo estudiaban.
Yo estudio historia y antropología, eso le dije como si de ahí pudiera surgir todo el orgullo que me había hecho falta durante el rato que llevaba la charla. Pedimos otras cervezas y ella siguió con el agua, cuando le preguntamos acerca de qué estaba haciendo dijo algo como asistente de un despacho jurídico. La pregunta acerca de si estudiaría derecho se perdió entre otras preguntas sobre su estado civil y otras que cruzaban más atrevidas la intimidad.
Yo me levanté para ir al orinal a liberar la vejiga, ella debió hacerlo unos diez segundos después, yo sentí sus pasos cuando giraba a la derecha para ir al baño, me detuve y la esperé, sonrió y me dijo que no viera hacia su escote de esa manera porque ella sentía mi mirada como aire caliente desplazándose por la piel desnuda. Abochornado me disculpé, y abochornado seguí mientras ella reía al ver mi rostro.
Un poco menos tímido le conté que se veía la marquilla de la compra, se sorprendió y dijo que lo resolvería en el baño. ¿De verdad qué estás haciendo? Entonces me dijo, estoy estudiando derecho, por la noche, y en el día trabajo en la oficina de unos abogados. ¿De verdad te pusiste a estudiar historia? Entonces fue un sí rotundo que se quedó colgando de mi boca apenas unos segundos porque ella lo recogió con un beso del que después surgieron estas palabras, no pudimos saludarnos porque estar con tus amigos te intimida.
¿Te quedas en casa de tus padres? Preguntamos los dos al tiempo, y respondimos del mismo modo. ¿Pasas esta noche?