He estado treinta minutos en la peluquería esperando a que la mujer de cabello rubio me atienda. Según me dijeron los otros peluqueros han sido reservados por turnos. La señora que me atenderá le muestra con un espejo al hombre la parte de atrás de la cabeza, le pregunta si está o no conforme, le responde con un sí acompañado del movimiento vertical de la cabeza. Pronto será mi turno. En un libro de poesía que estuvo en mi casa mucho tiempo, de algún poeta con nombre, pero anónimo decía, «El cabello, como puntos de sutura, debe ser cortado para saldar una deuda con la herida producida por los pensamientos». Tiendo a quedarme dormido en la silla de la peluquería, siento que es un espacio que puede ser usado para dormir como remedio por la escasez de sueño producido por las horas de televisión nocturna. La mujer, pongamos se llama Gaelle, me indica que puedo pasar a la silla. La limpió antes con unos pañitos de papel impregnados de alcohol. Me siento, miro hacia el espejo, Gaelle termina de ajustar la tela con la cual cubre mi torso. Ordena los utensilios, cuchilla, talcos, tijeras, máquina de cortar, una pequeña toalla y unos paños húmedos.
Pongo mis ojos en su rostro, no miro sus manos haciendo el oficio para el que ha estado preparada desde hace tiempo, miro sus ojos desde el espejo, ella está concentrada en mi cabello, lo acaricia, lo corta, lo estira, lo corta. Es una mujer joven, me gusta su cuello, también el desdén con el cual sabe la miro y no le importa, eso creo. Antes de empezar con el corte me ofreció café, para después, dijo, para que se lo tome con calma mientras conversa, cuando se empieza antes del corte puede pasar que no se lo toma todo, en cambio después tiene todo el tiempo, y yo me puedo sentar a acompañarlo. Me habló con una confianza extraña, sí, extraña para quienes apenas se ven, esta es la primera vez que estoy en el lugar, lo vi abierto, sentí mi cabello largo, y entré para sentarme en una silla y esperar media hora.
El espejo hace el mismo circuito alrededor de la parte de atrás de la cabeza igual que con el cliente anterior. Hago el gesto de aprobación. Sonríe, esta vez vuelve a sonreír con mayor desparpajo, lo había estado haciendo sin permitirme verla directo a los ojos. Ofrece el café, me invita a una silla, se acerca con las dos tazas, vuelve a sonreír y yo siento que la conozco de toda la vida, aunque creo ahora que la vida empieza apenas este instante. Gaelle dice, «sigues pensando de dónde o cómo me conoces, quizá no lo recuerdes, compartimos salón de clase en la escuela, yo te recuerdo porque hablabas solo, igual a quienes oran, y cuando te preguntaba respondías que estabas inventando historias. Te vi sentado y lo estabas haciendo, entonces toda la memoria se llenó con tu rostro y sé que eres tú.»
Dijo mi nombre, se sintió privilegiada por la memoria, yo la vi con asombro, hizo una promesa, si recuerdas mi nombre, tendrás un beso mío después de pronunciarlo. Y me besó.
