Chocolate

Chocolate. Con el primer hervor del líquido dentro del recipiente de aluminio apareció el aroma, llegó para producir el estremecimiento propio de las memorias de la adolescencia. Ella sintió una mano invisible y fuerte tocando su estómago, un cuerpo detrás de ella completando el espacio de un abrazo. Había cumplido quince años, no era su novio, y cuando le preguntaban por él respondía mencionándolo como su mejor amigo. En la casa de sus padres preparaban chocolate los domingos a las cuatro de la tarde, ella lo invitó y los dos se ofrecieron para estar en la cocina, un juego de amigos, una aventura más para escaparse de las conversaciones de los adultos en la sala.
El aroma de la comida tiene la propiedad de doblar la línea del tiempo y conducir un momento de la adultez a uno en otro tiempo. Recuerda ahora el abrazo, la sensación de estar abrigada y desnuda al mismo tiempo. Sonríe y teme, el rostro la delata, tiembla una de sus piernas, el éxtasis de algo que tan solo fue una promesa. Su amigo y ella, como pasa con quienes se convierten en mejores amigos no pasaron a otras conversaciones, así en las noches cuando adulta tuve momentos de erotismo y furia sexual ella recordara ese abrazo como su primer temblor sexual. «El camino más largo al corazón de una mujer es la amistad», está escrito en las paredes de los colegios y universidades, una advertencia no seguida por los jóvenes, una advertencia no aprendida por adultos. Eso no lo sabía su amigo, y quizá si lo hubiera sabido y entendido habría adelantado su mano un poco, alcanzado el borde del pantalón y ella de inmediato le prometería, como un ruego, «aquí no, esperemos a mi habitación.»

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