Durmió en paz, no para siempre como los cuerpos caídos en combate ante la vida, se clavó tres pastillas para dormir toda la noche, y si no, por lo menos tres horas. Algo estaba averiado dentro, la tela nocturna desgarrada para el sueño, la claridad del día repetida cada
minuto, minuto largo sobre sus ojos para un despertar obligado apenas tras un parpadeo. Él entró para verla sin agitación alguna, un cuerpo en respiración constante, una constancia de la inapetencia de la noche por su cuerpo, frágil, sin virtud, descompuesta como rompecabezas infantil en la caja de juguetes. Dejó en la mesa un papel con una nota escrita de su puño y letra, no, no le gustaba esa manera de decirlo, al pronunciar de su puño y letra le parecía que estaba boxeando con los guantes llenos de tinta. Miró el papel, observó la habitación, se fijó en la ventana con la cortina cerrada, decidió dejar la nota colgando de la cortina, fue hasta la mesa, encontró ahí mismo uno de los aretes, con la aguja del pendiente clavó el papel, dio los pasos necesarios hasta la puerta y salió. Ella despertó, odio todo, odio más el ruido que venía de la calle, fue a la ventana, levantó la cortina, el papel voló, el pendiente también, gritó con odio, nadie la escuchó, no vio la nota, el mensaje se perdió.