Es inevitable percibir el aire sobre la piel, aun por encima del acordonamiento que hace la tela de la ropa sobre tu cuerpo. No lo notas todo el tiempo, solo cuando estás atenta, como ahora que percibes la turbulencia mínima de una corriente descendiendo por las vías abiertas en tu cuello hacia tu pecho. Tienes un reloj encadenado a esas fuerzas aéreas, el reloj de la memoria es una cometa atada a la caricia en el pecho, y justo ahora han dado las once y treinta de una noche en que tú dabas una vuelta en tu cama, de izquierda a derecha y tu mano se complacía en ordenar la tela de tu pijama en ese mismo lugar.
