Levantarme un día, pasar hasta el estante en donde están los libros y encontrar uno que se publicará años adelante, una especie de anuario con hojas marcadas por una tinta espesa, la letra de alguien que no conozco, pero según leo en sus apellidos puede presumir ser de mi familia. Descubrir que está mi nombre con una fecha de la que se fue cuando nací y otra en la que supongo he dejado de estar para el calendario, sorprenderme del nombre de quien según el libro ha vivido conmigo, tenido dos hijos de los que soy el padre, ver una anotación, supuestamente dictada por uno de mis hermanos advirtiendo que fui padre de seis hijos más que conservé en secreto. Pensar que mi hermano no será capaz de mantener esa pequeña fortuna y la gastará diciéndoles a todos que desde antes era padre y vivía las semanas yendo y viniendo de una casa a la otra sin contarle a nadie más que a él en qué gastaba mi tiempo y mi sueldo. Ver unas fotografías de una familia extensa, notar el rostro de enfado de mi hijo mayor que parece dejar en claro que para él esos otros que dicen ser mis hijos son desconocidos para él y no comparten su ascendencia. Comprender que la mujer de la fotografía con una nota en donde dice ser mi esposa es alguien a quien no conozco, sentir un temblor extraño en la boca, cerrar los ojos y ser asaltado por el miedo. Volver a dejar todo como está en el estante, salir al bar y tomarme cuatro tequilas mientras le hablo a mi hermano para exigirle que aún después de mi muerte debe conservar mi secreto.
Imagen de Reimund Bertrams en Pixabay