El centro comercial aplasta la rutina de los fines de semana y se ofrece como plaza de mercado a quienes asisten. Unos pasan al sitio del café en la plaza central, toman una y dos tazas, piden como adición unas galletas o acompañan el sabor amargo del líquido con una torta de manzana. Unas niñas juegan, sobre la mesa han dado poder a un papel y con ello lo han convertido en barco, y a la mesa, como es de esperarse ante la presencia de naves, la han transformado en un un océano de mares. La afición indomable por el juego ha convertido a varios adolescentes en autistas, miran la pantalla de su celular y nada alrededor de ellos los altera.

Junto a la caja registradora de la venta de helados hay una alcancía, justo ahora varias monedas se adentran por su delgada boca y caen entre otras que han sido donadas por otros comparadores, quizá en agradecimiento a la amabilidad con la cual las mujeres que desde detrás de la caja dicen, tenga usted un buen día. Nada más adelantar los ojos hacia cualquier pasillo una procesión de caminantes se atraviesan, ven a las vitrinas, ingresan a las tiendas, se detienen a saludarse, dan pasos como si en ellos estuviese la clave para dar el salto cuántico con el cual la humanidad abandonará este planeta.

Ni siquiera en los baños públicos hay un silencio decente, el ruido lo abarca todo, pone a prueba la cordura de quienes atraviesan los pasillos por alguna urgencia, tal vez ya venían locos de antes los otros que ignoran el ruido. Una mujer se besa sola en la mesa, muerde sus labios lentamente mientras acumula caricias de una mano a la otra, un encuentro solitario en público. Los que han venido en pareja están atareados en ser ellos mismos para que el otro no los extrañe, para no perderse en el deseo de fuga.

La gula de quienes miramos a los otros para encontrar en ellos gestos y formas también se hace presente. Desde el pasillo sur del segundo piso una muchacha hace fotografías de todos los que estamos en la primera planta y damos por sentado ser seres anónimos.