La calle no me mira, me supone.
Dispone de todas sus puertas, para mi paso las abre. Es una mujer sin piernas, desvaginada, sus grutas son truenos abiertos, desprende de sí las aguas que la sueñan herida. Comprende sus horas de tumbas cerradas y cita lugares a los que va, de los que viene. Una espalda de vidrios y de espejos repite la lámpara solar. No sabe enumerar los rayos que le llegan, los días que la cruzan, quisiera, sabe números y no los usa.
La calle reconoce el eco de las palabras y las transforma en musgo oculto. Se siente primitiva, aunque sus certezas de útero invisible la obligan al reconocimiento de su modernidad destructora. La calle abandona el sacrificio, no es un espacio para mártires, los abandona, no los quiere, prefiere el transeúnte anónimo. Dos ríos la traicionan, el que va, el que viene. Se inunda sin inviernos, se seca sin veranos, su llenura es de autos y de voces, de humos y ventanas.
La calle atada, en raíz, enlatada en mis piernas me sigue hasta la fatiga.
