Ese sábado hacía frío en la mañana. Nos encontramos a una calle del lugar en donde habíamos acordado el encuentro. Una cita, una de esas que aparecen sin previsión y que cargan en ellas mismas el efecto de la casualidad y la coincidencia. Nos habíamos dicho alguna cosa parecida a esta, «nos vemos en la mañana si puedes, yo estaré por ahí, quizá puedas pasar a tal hora». Y pasé a esa hora tras haber estado en medio de la congestión de tráfico propia del primer día del fin de semana. La vi llevando unos jeans azules y chaqueta que la cubría casi por completo. El viento frío intentaba apegarse a su piel y ella lo alejaba con el movimiento de su cuerpo. Nos sorprendimos, quizá no confiábamos en nuestra suerte, la mía lanzó los dados al aire y ganó una sonrisa.
Nos apegamos a un libreto que alguien escribió para los dos, ir de un lado a otro para cumplir un procedimiento de rutina médica, esperar mientras ella aparecía sonriente y yo constituí el hombre tímido en una silla esperando a que ella se apropiara del espacio con su mirada abierta a mis ojos. No podíamos adelantarnos a nada, así que fuimos despacio hasta una cafetería en donde una señora despistada nos traía la mitad de lo que habíamos pedido para desayunar. Una mesa junto a la ventana de vidrio, un poco del color de la calle y otro tanto del de nuestros ojos que se quedaban lanzándose por entre los párpados del otro.
Me habló de sus ojeras, y yo no tenía unas para contarle de las mías. Le mencioné que en algún lugar de mi memoria también podía encontrar la narración de mis pupilas a punto de sueño lanzando anzuelos a una laguna combreada alrededor de ellas. Una conversación lleva a otra, así como una casualidad a otras coincidencias. Y coincidimos en el gusto por las palabras y el movimiento de las manos apropiándose de la cercanía de los brazos.
Un auto, el de ella, una ruta, a su casa, alguien hablando por teléfono sobre temas de trabajo, yo, ella conduciendo y conversando, yo adelantándome a su sonrisa con la mía esperándola. A unos kilómetros de su casa la velocidad y la fuerza de una camioneta se estrella contra su automóvil. Quedamos estacionados en la mitad de la vía.
Lo que sigue son las cosas típicas de un accidente de tránsito. Una mujer policía que enjuicia con su manera de entender las reglas, pone la culpa en nosotros, declara inocente al que iba veloz y casi nos arrolla.
Lo de arrollarnos lo pensamos después, cuando estuvimos en su casa. Quizá estuvimos pasmados antes y no pensábamos en que hubiese sido una tragedia si el golpe hubiese sido unos centímetros más hacia la puerta junta ella. Nos juntamos un poco, quizá nos abrazamos más veces de las que prometía ese encuentro, tal vez fui yo quien aprovechó la cercanía para abrazarla más de lo que ella esperaba.
Unas copas de vino no están de más, sobre todo en ese inicio de la noche tras haber pedido dos veces sushi al mismo restaurante para que solo llegara en una ocasión el mensajero. Mirar hacia el cielo y disfrutar el espacio transparente que da paso al azul luminoso de una tarde, comparar ese azul con el verde de unos árboles que vimos en el parque, medir la distancia entre la imaginación y la narración de unos hechos en los que ella mostraba con sus manos hacia el lugar en donde por las noches se ven luces extrañas cruzando el firmamento.
Luego, la noche se asoma y se pone de mi lado, me deja un espacio en el sofá de su casa en donde me siento a escuchar música y entonar unas canciones que no conocía o que no recordaba. Todavía era sábado, aunque la noche ya se había desprendido de varias de sus horas, me abrazó, esta vez ella más que yo, y le dejé una voz en las líneas de su cabello que ella ha escuchado desde ese día; una voz que pronuncia su nombre desde el lugar en donde digo, feliz día Bonita.
Imagen de Satya Tiwari en Pixabay