La muchacha de 23 años sentada frente a mí en la mesa moja el pan con el café y lo lleva a su boca. Sin que yo haya preguntado recuerda a su abuela y esta costumbre aprendida en su casa. Nos juntamos por casualidad, no supimos cómo después del encuentro entre poetas ella subió a mi taxi y no preguntó a dónde iba, sino que se acomodó y continuó conversando sobre sus aproximaciones a la literatura desde la música. Con ella subió una guitarra y un morral en donde ocupaban espacio un libro de poemas de un poeta francés, una novela de una escritora chilena, un libro de poemas de un amigo en común, elementos propios de la intimidad femenina, toallitas, pañuelos, cremas, y como ella me dijo cuando estaba metiéndose en la cama, también cabe un lanzallamas.
Si un lanzallamas u otra arma escondía allí no la usó conmigo. Preguntó sobre el ascensor y comentó las veces en que ella se sentía acosada por la mirada de los otros. Yo me quité las gafas para no ser descubierto y quedarme en la trinchera que me ofrece la miopía, pero ella no se fijaba en mí, recorría las miradas incómodas que en su memoria había coleccionado las veces que en los ascensores había sido observada por acosadores visuales, por los prejuicios de la estética que miden simetrías desde los ojos, y también, me dijo cuando salíamos al piso octavo del edificio, muchas veces lo ven a una como si les estuviera robando el aire.
A mí me estaba robando una tranquilidad que había cultivado durante años, una joven sentada en el sofá del apartamento acabándose una botella de agua mientras que yo cuidaba mis formas para no ser incluido en la lista de viejos atrevidos que ella llenaba con nombres en su memoria. Habló de escritores y libros, de música y cantantes a los que yo no me había aproximado, hizo chistes y recitó algunos versos, antes de que la venciera el cansancio de una noche de amigos en un bar del centro hablando de literatura, de una equivocación tomando el taxi que me traería a mí a la casa, y del que ella imaginaba la acercaría a la suya.
Me dijo, es que me quedé dormida, pensé que iba con mis amigos. Y ahora que estoy acá, es tarde para salir a la calle. Yo le había prometido que se podía quedar en mi apartamento sin problemas, le ofrecí el teléfono y le di mis datos de contacto para que los compartiera con sus amigos y supieran en donde estaba. Parece que no me escuchaba, seguía hablando, solo se callaba unos minutos cuando el sueño la vencía, pero ella volvía de esa batalla hablando nuevamente, repitiéndose, pero igual continuaba como pidiéndole al cuerpo que no la dejara dormir en ese lugar extraño al que había llegado sin saber cómo ni cuándo, pero del que no le apetecía salir porque estaba cómoda en el sofá, y aunque afuera lloviera, adentro se sentía tibio y tranquilo.
Tomó un segundo pan y continuó con él, levantó la mirada y me vio a los ojos. ¿Cómo llegamos anoche? Repetí la historia del viaje, del que la llevó a ella entre tropezones desde el sofá hasta la habitación de mi hija en donde cayó a la cama sin que el sueño le diera una tregua más. Mi hija es una mujer adulta, aproximándose a la vejez con la misma rapidez con la cual mis nietos atraviesan la juventud, así la habitación es un lugar que nadie usa hace mucho tiempo. Le digo, allí te quedaste dormida. Yo había dejado una nota indicándole el lugar en donde estaba durmiendo. Cuando ella se despertó a las diez de la mañana, la leyó sin entender muy bien lo que decía. Luego, cuando se levantó y vio que sus cosas estaban encima de una mesa, miró por la ventana hacia la calle, atinó a responderse que era un día claro y el sol no había secado todavía el estallido que la lluvia había tenido la noche anterior.
Me encontró en la cocina, yo estaba preparando un café, noté una luz de la cual se prendió al notar que me había visto la noche anterior en donde había estado viendo a una de sus amigas presentar un poemario. Buenos días, Buenos días, y antes de que preguntase en donde estaba le explicaba yo lo que sabía, y apuntaba además dejando claro en dónde se encontraba y cómo había llegado allí conmigo. Preguntó por el celular, yo le dije que estaba cargándose en la mesa junto a la cama en donde había dormido. Se devolvió hasta la habitación, lo encontró conectado y en el piso. Volvió a encontrarme en la cocina, preguntó por el baño, y se quedó allí durante un largo rato.
Con el morral, la guitarra en una mano, el celular en la otra hizo más preguntas. La narración volvió al cauce abierto en la memoria, «estábamos en el mismo evento, cuando se acabó, te subiste al taxi en el que yo venía, antes de que me explicaras por qué te subías te quedabas dormida, despertabas para hablar y volver a dormirte, al final ya estábamos en mi edificio, allí te expliqué quién era y por qué estabas allí conmigo, dijiste que pedirías un carro, pero que te prestara el baño, así subiste al apartamento, estuviste en el baño, pero luego seguiste hablando como si no quisieras parar, te quedabas dormida por ratos, te despertabas para hablar, y cuando ya parecías vencida te ofrecí la habitación en donde estabas. La nota que puse es para que al despertar supieras en dónde y en casa de quién estabas.»
La convencí de invitarla a desayunar. Ella aceptó a regañadientes, le entendí que lo hacía para saber cómo estaba ahí sin recordarlo. Llamó a varias personas, y según miraba en su rostro ninguna se había ocupado en saber de ella al final del evento, todas habían entendido que se iba a casa o con alguien con quien había estado coqueteando durante la noche. Cuando me preguntó qué hacía yo en el lugar supimos que teníamos personas en común. La mujer que organiza los eventos es amiga de una de sus amigas, y también es una de mis grandes amigas de la vida, ambos somos habituales de ese bar, aunque vamos en horarios diferentes, el que atiende en el bar es uno de sus amigos de la universidad, y ese mismo joven es también amigo de uno de mis nietos.
Siguió con el pan y el café. Preguntó por las fotografías en las paredes de la habitación, por los libros extendidos en la mesa, nuevamente por mi nombre y por otras cosas. Alguien la llamó, y me pasó el móvil. Era el hombre del bar. Hizo muchos chistes malos mientras me explicaba que ella vive cerca de mi casa, solo le dijo a ella que yo podría acercarla, pero se le olvidó hacerlo conmigo. La joven se reía mientras que una claridad la ubicaba en el espacio geográfico en donde estaba.
Terminó de desayunar, como si nos sintiéramos culpables nos disculpamos, compartimos los números de teléfono, caminamos las pocas calles hasta su casa. Cuando estaba a punto de entrar al edificio, y antes de que yo dijera algo, se volvió y me dijo, «sí, ya sé que sabe me traje uno de sus libros, pero es que quiero leerlo. Lo leo esta noche y se lo llevo mañana»
Imagen de 👀 Mabel Amber, who will one day en Pixabay