A los diez años una mujer de 27 podría ser la mamá de mi mejor amigo o la de mi compañero en la escuela, y esta lo era, era la madre de uno de mis compañeros de quinto grado. Jugábamos fútbol en la cancha del colegio y también a «soldado, libertad» en la calle del barrio. Una tarde, en un ataque de piedad o de temor por el pecado, robamos unas flores de un jardín y las llevamos al templo. Cuando las estábamos poniendo frente a la imagen de una virgen vestida de azul y blanco escuchamos el tintineo de unos tacones detrás de nosotros.
No era la primera vez que la veía, no iba a ser la última, ese día, con unos meses por encima de los nueve la vi como una aparición que trae tras de sí una casa con infinitas puertas para perderse en ella. Y me perdí en la forma de su boca húmeda y roja, en la sombra de de su cabello siendo apreciado por una luz brillante que lo teñía aún más oscuro de que lo era, en el croquis de las fronteras con las cuales su cuerpo definía en donde quedaba el vacío e iniciaba el paraíso. Sobre todo, me dejé llevar por el sonido de sus zapatos, los miré un par de pasos y luego no pude contenerme, como en un deslizador sentí desprenderme y ascender por las piernas hasta el borde de su vestido color verde.
Al comienzo la tentación venía disfrazada de halago, la felicitación por la fe y el milagro de ser infantes generosos con el culto cambió de rostro y, esa misma tentación, se mantuvo tras las palabras de regaño cuando narramos las peripecias para saltar una pared, cortar las flores, hacer el camino de vuelta, correr como ladrones que éramos para no ser descubiertos y llegar curtidos de experiencia en la batalla sin herida alguna en el cuerpo. Es muy temprano para entenderlo, aun así, no importa, sin importar las palabras usadas por ella, detrás de su voz existía un cuerpo desde el cual un mecanismo de índole biológico lanzaba ondas magnéticas que en mi cuerpo eran percibidas por el único faro que no necesitaba se irguiera en ese momento.
Catorce años después, uno puede ser un universitario con su primer trabajo y volver a casa en vacaciones para pasear sin prisa por los mismos lugares en donde corrió para no ser sorprendido o capturado en uno de los juegos. Los pasos se dan con la seguridad propia de los espacios familiares, la casa de un amigo, la cafetería y el lugar de los helados, el parque y con una cancha de fútbol en donde marqué goles y fue goleado tantas veces. A los 23 años, tener catorce menos no hacen diferencia, está uno dispuesto a enlistarse para fraguar una guerra de absoluto “donjuaneo” ante la misma mujer que ahora cruza sonriente sin saber que la mirada del infante regañado hace tiempo ha puesto puntos, tildes, virgulillas, diéresis, corchetes, guiones, llaves y signos de admiración en las palabras que usará para saltarse los meses que atestiguan la diferencia en edades y caer al mismo tiempo, vencido y victorioso, junto a una mujer que años antes tenía una edad inalcanzable.