Esta muchacha se levantó enojada ante quien estaba repitiendo mecánicamente, «tercermundistas» refiriéndose a los países latinoamericanos. Yo la vi cuando se irgüió con su metro sesenta y cinco para decir, «reclamo ante usted mi derecho a nos ser catalogada como un objeto por el simple hecho de no poseer las mismas novedades tecnológicas o tratos sociales de otros países. Los seres humanos somos habitantes del mismo planeta y no hay en él un primero o tercer mundo.»
Vestía una faldita de pana roja, una blusa azul oscura del mismo color de las medias gruesas que le cubrían todas las piernas. Yo me levanté, no sé qué impulso me puso de pie, tal vez quería dejar presente que como ella me levantaba para no ser discriminado.
El expositor y sus contertulios aceptaron la observación, no sin antes decir que había circunstancias inevitables que nos calificaban.
Ella me vio de pie, creo se sintió respaldada, no nos sentamos por el resto de la presentación, otros dos muchachos hicieron lo mismo, y luego todos estuvimos sin ocupar las sillas, ella se sintió en comunión con cada uno de nosotros y nosotros con ella. Yo solo quería hablarle y me la pasé toda la charla buscando ideas que pudieran conectar con ella para invitarle un café y quedarme conversando sobre cualquier cosa en el segundo piso de la librería.
La fortuna me devolvió alguna caída, ella fue quien se aproximó, dijo, gracias, y sonrió. Le dije que podía invitarle un tequila o un café, dependiendo de qué lado de la lengua tuviera ella el antojo. No tengo idea de si hay algún significado en lo que dije, nos tomamos media botella, conversamos hasta que la puerta estaba cerrada y salimos cada uno a su casa en un taxi llevando en nuestros celulares el número que cambiaría de nuestros nombres de pila a, «amor» y «silueta».
Me decía «Silueta» porque sentía que yo me aparecía para ofrecer la intuición de las cosas sin mostrarla, y yo le decía «amor» porque ella lo era para mí en todo momento.
