El perro al que llamas destino, sigues su ladrido, a veces con el presentimiento de quien está en el último paso, o al contrario con la desazón de quien está sordo sin escuchar murmullo alguno. Los acuerdos contigo, una aceptación de tu ignorancia, el sometimiento a la creencia infértil, seguir la sombra de un zepelín antes que ver arriba y descubrir al globo desinflándose. Mordido por el perro imaginado, sigues el ladrido, cuando no eres tú mismo quien aúlla a tu sombra en el piso.
Imagen de Stefan Schweihofer en Pixabay