Yo sé quién es la mujer que está en la mesa en el fondo del salón, la que se niega a dejarse besar del hombre que la acompaña. En la universidad, cuando el temor por la derrota académica superaba mi anarquía religiosa, yo iba a orar a la capilla, me sometía al escrutinio propio, a pesar mis pesares y doblar mis angustias. Siempre ocurría lo correcto, salía reconfortado y volvía al estudio con el impulso de quienes reconocen en la disciplina escolar, en el estudio y repaso diario la fórmula para mejorar las calificaciones, así, estudiando con más ánimo recuperaba la senda de quienes aprueban los exámenes.
Eran los días de lluvia, yo había estado apenas unos minutos en una de las sillas expresando agradecimiento por una clase superada con notas excelentes, ella se hizo a mi lado y sin que yo pudiese excusarme para dar camino a la fuga empezó a hablarme de la culpa y el engaño, de la cultura y la sumisión, de la cadena que nos mantiene esclavos, de la negación del deseo y de la imposibilidad de negarlo.
Al comienzo, una delgada sonrisa se atravesaba en mi rostro imaginando la locura de la mujer, luego un frío de miedo fue acunándose en los pies hasta que sin que hubiese una excusa presumible me dio un largo beso en la boca.
Separó su rostro del mío y pude ver que los botones de su blusa se habían divorciado del ojal correspondiente, una desnudez de cielos en verano cupo exacta en mis ojos. Una mano y otra mano, una piel y otra piel, un poco de sal en los dedos y dos cuerpos desatándose; la perfección fue rota por mis temores religiosos.
Le pedí salir, se negó, me negué a quedarme, nos deshicimos, ella se fue, yo también. Ahora, que se niega a besar al hombre recuerdo más palabras escuchadas en ese día, su amor, el amor de su cuerpo era sagrado, era el culto y la liturgia, y solo podía ser concedido en el espacio sagrado de quien imprime acentos tildados entre sus piernas.