Las causas invisibles

Tres casas adelante del local en donde venden frutas iba el hombre, un habitante de la calle con un jean azul barnizados por la mugre de la calle en donde debió dormir las noches anteriores. Caminaba ladeándose hacia el lado izquierdo, el zapato no tenía cordones, al moverlo hacia adelante hacía un movimiento adicional para evitar que el pie quedase desnudo en el aire. Una chaqueta con agujeros en la superficie de cuero parecía ser lo que lo sostenía sobre el piso, la delgadez aparente podría ser sacudida sin mucho esfuerzo por una corriente de aire y elevarlo hacia los cables de las redes eléctricas, de antiguas conexiones de televisión por cable y recientes redes extendidas de internet.

Cuando pasé a su lado, quizá se chocó mi hombro contra el suyo, es una razón lógica para mí que eso pudiera enojarlo, sin embargo, no creo haberlo tocado. Oí cosas ininteligibles a mi espalda y giré para saber de dónde provenían, era el hombre hablándome o intentando gritarme. Lo del grito fue solo el intento, pero al tiempo que hacía eso tomaba una piedra del piso y me la lanzaba. No supe hacia dónde la dirigía, solo subí los brazos para proteger la cara, luego me moví hacia mi derecha, no creo que con el movimiento la hubiese esquivado, en cambio sí pensé en la cobardía.

Era irme en contra para enfrentarlo y hacerle sentir mi represalia, atravesar la calle para evitar la confrontación moviéndome hacia la acera opuesta, o quedarme quieto a esperar que la serenidad contuviera el ánimo belicoso con el cual lanzaba una segunda piedra. Fue lo segundo, primero me hice detrás de un auto que parqueaba a unos metros, lo sentí venir y corrí entre los autos en movimiento por la calle, al hacerlo, el celular saltó del bolsillo sin que haya sido necesario una curva parabólica para caer sobre el asfalto.

En la mitad de la avenida, en el separador, junto a un sobreviviente vegetal al que el viento movía sus hojas para que buscara en el firmamento la estrella de Oriente, escuché a un hombre que había parado su bicicleta para verme correr en medio de los autos, me dijo, se le cayó el celular. Y vi el aparato medir la distancia de los neumáticos que cruzaban paralelos a su lado. El habitante de la calle miró hacia donde yo estaba, pareció ignorarme, pero era más una táctica para atacar después. Esperé a que los automóviles se alejaran del celular, lo recogí, sentí que pudiera ser en ese momento el hazme reír de quienes me habían visto con las manos en el rostro para evitar el golpe de la piedra y luego ponerme en riesgo en medio de los autos para alejarme del atacante.

Con la mirada seguí el caminar desprevenido del hombre. Caminé hasta la otra acera, seguí hacia adelante siguiendo con la mirada al hombre que se detenía para mirar de reojo hacia donde yo estaba. En un callejón vi que giró hacia la derecha y se perdió de mi vista. Me quedé quieto unos minutos, un tanto para dejar pasar el miedo, otro para saber qué se había hecho el hombre, y sirvió hacerlo, se había quedado allí esperando a que volver a verme, cuando se dejó ver nuevamente seguía con una piedra en la mano y miraba hacia donde yo estaba de pie intranquilo. Preferí devolverme hacia mi casa, al útero en donde una placenta invisible alimenta mi tranquilidad.

Imagen de Carlos Enrique Parra Meneses en Pixabay

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