Pronunciada entre mis ramas

Pronunciada entre mis ramas

El tren no llega, se hace tarde.  El hombre mira su reloj, sonríe de sus ocurrencias, nunca verá al tren en la ciudad ya que no hay estación ni línea férrea. En el parque se alcanzan a oír las voces de algunos niños que aprovechan el último aliento de la tarde para jugar «venados y cazadores».

La ruta hacia su casa está llena de vacíos en su memoria, no recuerda las calles, los lugares ni a la gente con la que seguramente se ha cruzado muchas veces.  Llena el vacío con el pensamiento.

La lluvia quiebra la quietud del aire y las gotas se aproximan sin prudencia a la cabeza.  Alcanza a pensar un poco en recorrer todo el camino y dejar que la ropa se moje completamente, sin embargo, una cafetería en la que alcanza a ver que hay un ambiente tibio lo emociona más.

– Un café.

– ¿Quiere algo más?

– No gracias. Así está bien.

Hay revistas en un mueble cerca de la mesa, se levanta y toma una.  No ve la fecha de emisión para creer que todo lo dicho en ella es un tema de actualidad.

Una mujer ingresa con prisa, la lluvia ha humedecido ampliamente su ropa.  No se fija mucho en ella, sigue con la revista y apenas si atina a dar un sorbo al café.  La mirada vuelve a las revistas, una lectura sobre la que no tiene otro interés que mantener la atención para que el tiempo pase y cambie el clima.

– Perdón, ¿Puedo hacerme en su mesa?  La mujer que acaba de entrar lo mira con interés, él hace un ademán para que se siente. La revista ya no existe en su mano, el tiempo y el clima no importan. Teme volver a levantar el rostro para ver a la mujer.  Levanta el rostro para verla.

Sonríe, ella también.

 – Este es un día hermoso, más hermoso que otros.  Me agrada mucho volver a verte.  Son muchos años sin encontrarnos.

– No voy a parar de hablar. Mira que encontrarte aquí, cuando nunca vengo a este lugar, solo ingresé porque la lluvia me obligó a buscar protección. 

– Igual yo. ¿Te pido un café?

– Ya lo pedí. Como el tuyo, no te diste cuenta pero antes de hablarte le había dicho a la mesera que me trajera un café como el tuyo y en una taza del mismo color.

Sonríe. Ella también.

Las palabras coagulan una conversación extensa. Hablan de acontecimientos antiguos, de las nuevas rutinas, se preguntan por lo que los trasnochó en días antiguos, las pasiones y más cosas que reconocían en el otro.  El la amaba.  Ella lo amaba, pero la casualidad en aquel entonces la alejó y él no era tan valiente para seguirla ni ella tan paciente para esperarlo.

– ¿Tienes hijos?

 – Sí. ¿Tú?

 – No te diré.  Háblame de tu vida. Otro día hablaremos de la mía. ¿Cómo se llaman, alguno lleva tu nombre?

– Sí. Recuerdas que hablaba ebriedades y decía que no patentaría genes con mi nombre.  No pude cumplirlo, cosas de la vida que lo hacen a uno ser débil y no le permiten mantener en alto sus propias promesas.

– No, no es así, es que la adultez nos acerca a lo que llevamos en el corazón y entonces optamos por lo más sano para él.

– ¿Tú crees?

– La verdad no se,  solo se me ocurrió responderte eso para interrumpirte y que me miraras a los ojos.

Ríen un rato. Vuelven a pedir café.  Miran hacia la ventana, la lluvia sigue ahí, golpeando al asfalto y dejando mensajes en el vidrio. El recuerda un poema antiguo, ella le promete recoger esos mismos versos en una noche de lluvia cuando no pueda dormir y la ventana de su apartamento esté siendo poseída por el orgasmo de las nubes.

El sonríe. Ella también.

– Cuéntame de tus hijos.

– Son siete

– Qué cantidad, no me digas que te pagaban por tenerlos.

– …

– ¿Cómo se llaman? No vayas a decirme todos los nombres de golpe, dilos en orden de nacimiento.

– Victoria. Ella es una pasión diaria que acomete con entereza los caminos, para ella todo está por comenzar y todo está por terminar al mismo tiempo. Ve la vida de la misma manera que el pintor que sabe que ya es una obra de arte su primer pincelazo y que al final, cuando termina la obra, es apenas el comienzo porque solo será arte cuando otros la vean.

– Isabel. Isabel sabe de nombres, de lugares, de espacios y de tiempos, en ella la vida no existe si no puede transformarse en hechos que se recuerden en el tiempo, o se conviertan en un lugar de culto al cual pueda volverse otro día a reverenciarlo.

– Valeria. He aquí una mujer para quien la inocencia se transmite con la palabra, con la caricia, con la mirada. Tú la ves, y ya sabes que en el siguiente instante su rostro se llenará de una sonrisa y el dolor de quien la observa desaparece, porque su inocencia no está en su modo de ser o de vivir, su inocencia está en la capacidad para limpiar en los otros lo que les hace daño.

– Ignacio. La ilusión de los que tienen aspiraciones espirituales no se encuentra repetida en todas partes, mira que al ver sus ojos uno quisiera salir a correr y gritar por la recuperación de los valores, a batallar por los que sufren, a delatar a los que mienten.

– Andrés. Mira que en él se repiten los dolores de la humanidad, y aún así, se levanta a festejar por una mujer que sonría o por un perro que ladre en la noche, o por los gatos que maúllan convivencias.  Es muy sensible y también es alguien que sabe la necesidad de que el sentimiento incluya en sí mismo movimiento.

– Natalia. En Natalia solo encuentras aventura y descubrimiento, una necesidad por el encuentro, por ir en la búsqueda de lo que no está aún, por mostrar a los demás lo que les hace falta.

– Alejandro. Es el menor, apenas cruza la calle se siente un héroe, él entiende que el mundo es una conquista diaria y no se pueden olvidar los pequeños logros, él reconoce que hay una batalla ganada en cada paso y la guerra no terminará jamás, de modo que hay que llenarse de victorias.

La mujer sonríe. El solo la mira a los ojos.

– Hablas muy lindo, como siempre tus palabras son muy lindas.  Es bello lo que dices de tus hijos.

– Ellos, cada uno tiene algo que amo de ti.  Agradezco tenerlos siempre cerca porque hacen que te recuerde.  Son mi manera de prolongar mi amor, de completar las sombras de la tarde con tu voz y con tu rostro.

La mujer llora. El hombre mira con profundidad de ciego.

Ella cubre sus lágrimas con un pañuelo. Observa hacia la ventana y sin que el hombre pueda decir algo más, vuelve a preguntar los nombres de sus hijos.

Victoria

Isabel

Valeria

Ignacio

Andrés

Natalia

Alejandro.

Ha dejado de llover y tengo prisa. La mujer se levanta, le da un beso en la boca y se va. En la puerta aún alcanza a verlo.  El aprovecha para hacerle un gesto de despedida.

– Te veré otro día, Viviana.

Oscar Vargas Duarte

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